Le congrès ne marche pas

Está claro que vivimos en un mundo corrupto y corrompido que no para de generar desigualdades. Parece como si solo unos pocos fueran los invitados a la fiesta; una fiesta que pagamos todos y que a menudo nos deja en el triste papel de espectadores o servidores. La Calórica nos transporta al Congreso de Viena de 1814 para ilustrar el fin del Antiguo Régimen y el nacimiento, todavía tímido, del liberalismo económico… que más tarde desembocará en el capitalismo neoliberal de la Thatcher y algunos otros. Un cambio de paradigma que seguía teniendo como objetivo preservar las riquezas y los privilegios de los que más tenían y dejar en el pueblo donde siempre había estado, en la base del sistema… Cambiarlo todo para seguir más o menos igual.

En Le congrès ne marche pas asistimos a la reunión de los más altos mandatarios del momento (el zar Alejandro I de Rusia, Federico Guillermo III de Prusia o Francisco I de Habsburgo), invitados por el ministro de asuntos exterior de Austria, Klemens von Metternich. Asistimos a las fiestas, a las recepciones y a los múltiples bailes de valses que se organizaron durante meses, pero también vemos como se hace política de salón y como se enredan las relaciones de tan famosos personajes. Una triste radiografía de cómo se hacía política hace un par de siglos, y que seguramente aún se debe de seguir haciendo, aunque hayan cambiado los salones, los cargos de los que mandan o las actividades con las que se distraen.

Lo más importante de un grupo como La Calórica es el salto al vacío que hace con cada nuevo espectáculo. En lugar de seguir por caminos ya transitados, siempre optan por el camino más difícil y comprometido, cosa que da espectáculos únicos e irrepetibles. Saben donde quieren llegar, que quieren transmitir, y les es igual si esto los hace partir de la Viena del siglo XIX o de la lejana isla de Sumbawa, donde el volcán Tambora lo destruyó todo el mismo año del Congreso antes citado (la analogía entre los dos hechos es uno de los comienzos más bellos y acertados de nuestro teatro reciente). Pero no contentos con esto, todavía se complican más la vida haciendo un espectáculo que está hablado en francés (casi en su totalidad), ruso, inglés, castellano y catalán.

El resultado de todo esto es una pieza compleja y extraordinaria que pasa por la comedia, por la parodia y por el teatro más reflexivo. Nadie sale de la sala igual que ha entrado, y esto es una virtud que muchos pocos grupos consiguen. Y si se consigue es gracias a muchos elementos: al intrincado texto de Joan Yago, a la hábil dirección de Israel Solà y a un reparto que roza una vez más la excelencia. Esta vez, a los ya habituales Júlia Truyol (magnífica en el papel de Metternich), Esther López, Xavi Francés, Aitor Galisteo-Rocher y Marc Rius, se añaden Carles Roig, Tamara Ndong, Roser Batalla (de su monólogo final se hablará durante mucho de tiempo) y Joan Esteve, que acabará siendo un personaje clave y decisivo. Y es que pasará de chupar la teta (literalmente) a estropear la fiesta a una cuántos…

Los momentos que conforman la historia de la civilización están bastamente documentados. Eso sí, no siempre se explica todo lo que pasó de verdad, se tiene en cuenta solo aquello que los vencedores y los poderosos quieren que quede registrado y se obvian o eliminan hechos o personas que no interesan que estén relacionadas.

En su nueva producción, La Calòrica traslada a la espectadora al Congreso de Viena de 1814, el final del Ancien Régime donde los poderosos se reunieron para repartirse el mundo después de vencer a Napoleón. Pero con tanto ego en la misma ubicación no puede ser todo tan fácil, menos cuando se abandonan a los placeres y la buena vida mientras quien paga es el pueblo. Dos semanas previstas se convierten en meses y… todo se complica.

Una vez más, y bajo el pretexto de un argumento alocado y caótico, esta compañía traslada sobre el escenario un tema que es necesario debatir y ponerle nombre, aunque sea con un reflejo del pasado. Texto ingenioso y artesano, con firma de Joan Yago, donde la absurdidad humana sirve para desgranar un leitmotiv potente y de imperiosa actualidad.

Con el francés como lengua vehicular entre los personajes -y una voz en off en catalán que va poniendo en contexto el caos del escenario- este relato se va haciendo camino en la mente del público que se va adentrando en la historia de manera natural y muy intensa. El interés por la trama y sus protagonistas va en aumento a medida que avanza la narración, de tal manera que poco importa en qué idioma se esté hablando porqué se ha llegado a un pacto táctico de inmersión mutua.

El reparto está espléndido, no hay duda que ha habido un trabajo exhaustivo en la interpretación y, sobre todo, en la dicción. Es impresionante ver la dedicación y entrega de todos los implicados para hablar las diferentes lenguas que salen en el espectáculo con el máximo rigor posible. Es admirable y un placer para el oído.

Nueve intérpretes encima del escenario (más una voz en off) con una sincronía y un encaje perfecto que se traslada en un relato orgánico que se mueve y desarrolla como si no necesitase ningún esfuerzo.

Israel Solà dirige esta producción con mucha habilidad, estructurando todos los elementos en su orden específico. Desde la silla o el vaso que tiene que estar en un sitio concreto, al ritmo con que los diálogos se van sucediendo, los silencios, los movimientos o las pausas -estas tan importantes-.

Como pasó con las anteriores producciones de esta compañía, el público sale con la sensación que ha vivido una experiencia única, que quiere volver a ver lo más pronto posible.

La mejor manera de evitar una revolución es apagarla antes de que comience. Bajo esta premisa, se inicia en Viena de 1814 un encuentro para repartirse Europa y los territorios que de ella dependían de todo el mundo entre los gobiernos de Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia en la que debía ser la era post Napoleón. Lo que debía ser una reunión de alto nivel prevista para dos semanas se convierte en una fiesta de meses que da vueltas en círculo, muestra las vergüenzas de una ética inexistente, sacia los egos incansables de estrafalarios mandatarios y de la aristocracia del momento, y estrangula a la sociedad austríaca, inocente anfitriona. Pero Napoleón guarda una efímera sorpresa que rompe la dinámica y la pervierte, haciendo que todo el mundo se convierta en sospechoso. Y no es lo único. La naturaleza también tiene preparada una emboscada en forma de año sin verano que planea en el relato y que exagerará la brecha gigantesca que existe entre ricos y pobres, y la multiplicará infinitamente… La misma brecha radical que perduraría siglo y medio después en sociedades tan presumiblemente avanzadas como, por ejemplo, la inglesa. Y es que los políticos gobiernan por ello, para consolidar sociedades donde los más pobres levanten un país en el que los ricos puedan disfrutar de sus beneficios. Y hay que tenerlos bien apretados. Si no se hiciera así, sería la revolución, el caos, el desorden. ¿Qué otro remedio existe? Como manifestaría la propia Thatcher en escena, ¿hay alguna alternativa?

La Calórica vuelve con Le Congrès ne marche pas, una pieza sobre el Congreso de Viena y el fin del antiguo régimen. Un espejo en el que reflejar el colapso que está a punto de vivir nuestra propia sociedad. Se trata de un espectáculo atrevido como nunca, rompedor, ya desde el momento en que utiliza el francés como lengua base, y flirtea con el alemán, el ruso, el inglés y el castellano, siempre bajo el apoyo de unos puntuales subtítulos en catalán que demuestran la milimétrica precisión de la puesta en escena y de una voz en off más que acertada que te acompaña este revelador viaje y te sitúa oportunamente. La compañía, por su trayectoria, parece decidida a indagar en la esencia de mundo de hoy a partir de ejes como la democracia o el cambio climático, tomando como explicación sus orígenes, después de Els ocells, y De què parlem mentre no parlem de tota aquesta merda. Ahora le toca el turno a la sociedad neoliberal.

El texto de Joan Yago, bajo la dirección de Israel Solà, se convierte en desgarrador, satírico, ágil e incisivo. No busca la carcajada fácil, sino que conduce con traza al espectador, incluso a golpe de un desenfrenado vals, por caminos que bordean la ironía y la estupefacción a partes iguales, que transitan por situaciones torpezas insufribles, charcos de barro donde es fácil ver reflejadas imágenes actuales. Y acabas riendo, sí, de imágenes que hacen llorar. Los intérpretes están mayúsculos, y coreografían las escenas magistralmente. La dicción es fantástica (y es una muestra del trabajo que habrá habido detrás) y nadie queda por debajo o por encima del otro. La puesta en escena es propia de un cuadro neoclásico, versátil y sencilla, suficiente. El fastuoso vestuario fomenta la inmersión en el ambiente de la época.

La supuesta paz duradera que perseguía el opulento encuentro aristocrático se rompe con un giro de guión final que interpela a la audiencia y que remueve conciencias. Romper el orden natural de las cosas no está al alcance de cualquiera, y la provocación en forma de evidente invitación parece que debería encontrar respuesta entre los espectadores. Pero, claro, sólo es teatro, y la reflexión final, saliendo ya de la sala, va en busca de una alternativa que hoy en día parece que no está ni se le espera.

Un espectáculo inteligente, fascinante, un estudio histórico en forma de farsa que desenmascara la realidad.

Le Congrès ne marche pas llega al Poliorama después de haber agotado localidades en el Teatre Lliure la temporada anterior.
La Calórica, como siempre, con un montaje teatral impecable, moderno, original y arriesgado de Joan Yago nos presenta un episodio complicado de la historia de Europa.
Lo que se había iniciado como un proceso de cambio con la revolución francesa en 1792 bajo los principios de la Ilustración, acababa con un reparto de territorios, fronteras y lucha por el poder. Las monarquías absolutistas vieron peligrar su hegemonía con el avance de las tropas de Napoleón y tras la derrota, se reparten los territorios como en un mercado. Fue la primera cumbre internacional de la historia. Era la mayor concentración de monarcas y diplomáticos conocida en Europa en el siglo XIX.
La Calórica pone sobre el escenario a los asistentes que determinaron el rumbo de la reunión: lord Castlereagh, el representante británico, (espléndido Marc Rius); Klemens von Metternich, canciller austríaco y anfitrión de la reunión representado brillantemente por Júlia Truyol ; el francés Charles-Maurice de Talleyrand ministro de asuntos exteriores de Francia. Es Carles Roig con el difícil papel de pasar algo desapercibido puesto que era el perdedor de la revolución que Francia había iniciado; el zar Alejandro I, cuyo ejército había sido decisivo para la derrota de Napoleón interpretado por Aitor Galisteo-Rocher y ridiculizado hasta el extremo.
Lo que no se escribe en la historia es el desenfreno (bailes vieneses, alcohol y sexo) que hubo durante aquellos 9 meses que tardaron en ponerse de acuerdo. Y aquí es donde La Calòrica se suelta y dice todo lo que no se escribe y hace símiles con las cumbres actuales.
Bajo la impecable dirección de Israel Solà, los intérpretes utilizan la lengua propia (francés, inglés, castellano, catalán, alemán, ruso). Con una muy trabajada asesoría lingüística y con la ayuda de sobre titulación, el público puede seguir perfectamente el texto. No es de extrañar que la lengua dominante de la reunión fuera el francés puesto que las clases dominantes europeas hablaban en francés. Una voz en off acaba de ayudar a comprender la delicada y complicada situación.
No es una obra cómica como nos tenía acostumbrados La Calórica sino que es reflexiva y crítica de ese momento valorando las consecuencias que se derivaron, el posterior análisis filosófico y económico de Adam Smith hasta llegar a Margaret Thatcher, defendiendo en un discurso brillante el liberalismo económico. Interpretada espléndidamente por Roser Batalla, este monólogo le valió el Premi Teatre Barcelona a la mejor interpretación de reparto.
Obra muy didáctica que explica irónicamente la evolución política y económica de Europa de los dos últimos siglos.

Una de les cançons més venudes l'abril del 2013 va ser la de "Ding-Dong! The Witch is Dead" de la versió cinematogràfica i musical de 1939 The Wizard of Oz. El motiu de compra d'aquesta no va ser pas el rellançament de la pel·lícula ni res semblant. Si no els mateixos britànics, sentint-se habitants de Munchkinland, celebrant la mort de la qual va ser primera ministra conservadora entre 1979 i 1990.

El que va començar com una broma en una plana de Facebook l'any 2007 es va acabar materialitzant el 2013 de reproduir ben alta aquesta cançó una vegada Thatcher deixés el seu recipient mortal i s'encomanés al Senyor.

El que no va ser pas broma van ser les seves fortes retallades socials i econòmiques al llarg dels anys, des que els més sonats i ultraliberals de tota la Commonwealth es reunissin al Liberal Club de Whitehall el 1955 i van jugar de veure qui la deia més grossa i en quin moment podrien arribar a tocar el tan anhelat poder.

La Segona Guerra Mundial havia estat dura i tot i que la propaganda liberal era forta, eren molts els que es veien seduïts per l'anomalia històrica que suposava el socialisme -gairebé utòpic- de les Repúbliques Socialistes i els governs europeus buscaven mesures socials prou seductores per l'electoral, sovint amb un resultat desigual, donant ajudes com creant monstres de ciment de protecció oficial com bé podria ser la ciutat britànica de Basildon.

Després del patiment generat (molt més gran del que ara ens sembla) amb la breu guerra del Yom Kippur del 1973 i la Crisi del Petroli del 1978. Europa, que encara mantenia la Guerra Freda, va entendre que havia de donar un revulsiu per a quan la guerra finalitzés. Sabien quan acabaria aquesta? No en tenien ni idea. Però van deixar d'abraçar mesures socials, empobrint a molts, però fent creure que finalment nosaltres, els europeus, érem els rics. Tots els europeus érem rics i havíem de deixar de treballar en fàbriques, va ser l'inici de la deslocalització d'indústries que va durar fins molt després de la crisi del 2008. No va ser fins a la crisi de la covid que ens vam adonar de totes les conseqüències de la hiperglobalització.

La hiperglobalització ha fet el nostre molt més gran, però també molt més petit. Les mesures que es prenen a una banda del món afecten la resta d'una manera similar. Encara que ningú s'ho esperi, encara que pensem que això no ens afectarà. Però tot ara ens afecta.

Abans, els que tenien la paella pel mànec havien de fer un munt de quilòmetres per a trobar-se i decidir com havia de funcionar el món o com i amb qui s'havien d'enfrontar en aquell moment perquè els seus interessos anessin a tota màquina. Ara només cal una trucada de telèfon i unes quantes proclames i ja està tot fet.

Les proclames que feia la Thatcher des de la cambra dels lords no disten massa de les astracanades buides d'en Howard Roark a les novel·les d'Ayn Rand o el que diu el cryptobro de torn a Youtube. I tot, com sempre, és la veu de l'amo. Del que sempre ha manat. Poc importa si ara s'atorga el títol de monarquia absolutista o no. Això no va importar pas a en Harvey Weinstein, oi? Només manava i prenia el que era seu, rebutjava persones a través dels seus directors de càsting i tot continuava igual.

Perquè sempre ha manat algú o d'una nissaga d'alguns, alguns canvien, d'altres persisteixen. Esgotant i cremant més eres.

L'escena final de l'adaptació fílmica d'Il Gattopardo és una fastuosa escena de 45 minuts en la que veiem el declivi de la noblesa com a tal com aquesta desapareix pel naixement d'un socialisme a tot el món. Malauradament és mentida.

"El vell món es mor i ha de néixer un nou món, però de mentre, en aquest clarobscur neixen monstres". Era el que afirmava Antonio Gramsci. Sols que possiblement aquest vell món està morint des de, aproximadament, la redacció d'El Pentateuc. I El Redemptor sembla que fa tard perquè ha perdut -novament- el tren. Així que aquest interludi sembla que té per força estona.

El Congrés de Viena havia de posar fi al vell món i endinsar-nos a la modernitat, i en certa manera, certa part de la societat s'endinsà en aquesta. Però moltes de les estructures de poder, tot i que han canviat de forma i nom, es mantenen intactes. Va ser durant aquelles dates també, i tal com veiem a l'inici de l'obra sense comprendre, com s'esgotà la civilització de l'illa de Tambora deguda a l'explosió del seu volcà, extingint la vida a una banda, fent un maco espectacle celeste pels privilegiats que bevien i dansaven a Viena.

El Vell Món havia de morir en aquell congrés de Viena, però l'erupció del Mont Tambora (tal com veiem a l'inici de l'obra), va ser un acte fortuït que evidencià que no havia d'acabar, tot i extingir a la població de l'illa, esdevenir un pintoresc espectacle celeste pels assistents a Viena i a l'estiu de 1816, aquell any de constants pluges torrencials i que va fer que es conegués com "L'any sense estiu", i que propicià als convidats de Vila Diodati la generació de dos nous monstres que aplegaven totes les angoixes de l'home modern en aquell -presumpte- món modern, el sempre seductor vampir d'hàbits de llamprea i que poc tenia a veure amb els guls àrabs i eslaus i l'aberrant i Modern Prometeu (o un tercer, si seguim el rastre marital de Prometeu Alliberat), fet de carronya i sense passat que s'erigeix com a màxima representació de la humanitat al ser absent d'aquesta. Aquests, però, amb el temps van acabar fagocitats per la mateixa mercadotècnia i l’horror que inspiraven, tot i encara poblar malsons i fantasies eròtiques, no podem dir que sigui la mateixa.

Tothom estava per feina i mirant aquell congrés, amb un Napoleó captiu, era hora de signar la pau. Una pau duradora i que donés les bases d’un món nou, un món modern. Però… era més divertit entretenir-se entre masurques i valsos. Era més fàcil entretenir-se en inacabables dies de vi i roses on no passava res. Només reunions que havien de posar ordre al món, però era més divertit dansar. Com bé diu la dita: “Quan el gat no hi és, les rates ballen”. Però aquí només hi havia gats dansant, gats comportant-se com rates.

Cap d'ells volia deixar el seu càrrec, cap d'ells volia deixar de ser el que manava, però sí que podien fer que, d'altres, que manaven molt menys, deixessin de manar. Establir una pau que durés cent anys i que servís perquè tot continués de la mateixa forma. Però el seu poder absolutista havia de mutar a una altra forma. Una forma que semblés molt més amable, tot i que fos una mentida. I van trobar en el nom d'Adam Smith i les seves tesis, una forma de perpetuar-se més temps al modern. Ara, amb el temps, podem veure a aquest filòsof i economista escocès com un ruc o un total desconeixedor de la condició humana. O potser és que coneixia massa bé la condició humana, perquè bé sabia que si manava el mercat i ell podia ser part d'aquest, ell també manaria. Assumim que l'error va ser que ho publiqués i que els poderosos de sempre s'adonessin que podien passar de ser rostres en busts de marbre a ser uns abstractes inversors que actuaven sense regulació.

Ells ho van entendre i molts van patir.

El Liberal Club ho va entendre i molts van patir.

Els cryptobros amb el seu micròfon USB de 40€ i els seus neons a l'habitació creuen comprendre-ho i molts més ho patim, ja sigui perquè ho veuen els nostres amics i familiars i s'ho creuen, o per tots aquells que s'ho creuen i no fan més que esdevenir hooligans de poder fàctics i empreses que, evidentment, no els interessa pas el nostre benestar, però sí la nostra experiència de benestar i saber en què podrien millorar. Omplint una enquesta després d'haver-nos deixat 50€ en el seu efímer plaer.

El liberalisme és, doncs, la nova encarnació del que ja coneixien els nostres ancestres. És una continuació de l'absolutisme i del feudalisme, i una vegada veiem que aquest novament s'esgota i abans de poder donar, tal com afirmava el Partit Comunista Xinès durant la Revolució Cultural i en Billy Bragg, aquella gran passa cap endavant.

Els intèrprets de La Calòrica s'entreguen a l'hedonisme en una bufonada que recrea aquells dies, aquell congrés que mai s'acabava perquè no hi havia res a parlar. Tot havia de continuar perquè continués igual, sols que encara no ho veien els seus assistents, però a força de repetició van comprendre que ningú volia perdre la cadira i que tots estaven mirant de trobar la forma que els afectés menys i, ja de pas, castigar a aquells que volien sortir-se'n de la norma. No tothom podia coronar-se Emperador. Només es coronaria aquells que ells volguessin i sabien com s'havia de dur la discreció per evitar -novament- incidents com el de la Revolució Francesa.

La fireta que va ser aquell Congrés es representa amb personatges que, sovint, no som més que peleles goyescos, que malfien fins i tot de si mateixos i que el seu màxim objectiu és obtenir la part més gran del pastís perquè creuen que la sang dels seus ciutadans, que tan alegrement sacrifiquen, és la seva mateixa.

La distància amb els que els veiem és la que ens fa que no vulguem simpatitzar amb ells, perquè ells tampoc simpatitzarien amb ningú com nosaltres. Abnegats pagadors d'impostos i d'entrades que no tenim el diví dret a reclamar la nostra butaca. Aquesta distància, també, la trobem en la seva lingua franca, perquè la majoria dels seus intèrprets fan servir el francès, tot i que cap d'ells la dominin a la perfecció, tal com succeïa en aquelles festes, on era la llengua amb la qual més o menys tothom s'hi feia però sense massa escarafalls en aquell Congrés, perquè com veiem, l'important no era la decisió immediata que prenguessin, sinó la decisió que van prendre de mantenir-se més i més temps al poder en una coreografia escènica que és un tour de force constant per omplir amb tan pocs intèrprets tot l'espai que permet l'escenari del Lliure de Gràcia on no deixen de sonar valsos i masurques que, en certs moments, es rellenteixen i perverteixen fins a semblar aquelles cançons sòrdides i etíliques de Les Joyeaux de la Princesse i Blood Axis al seu malaltís àlbum Absinthe: Le Folie Verte.

Així doncs, els habitants de l’obra, habiten un espai de pau absoluta només per ells. Els privilegiats que poden permetre’s viure a dins d’aquesta pau fins que de nou alguna cosa trastoqui aquesta pax romana vuitcentista que encara avui dura. En certs moments, el pervers i nihilista caràcter dels personatges, ens remet als components de Blur en el seu video The Universal, on la banda es trobava en el seu Korova Milk Bar particular i una gran festa es produïa. Però aquella festa sí que era per tothom i no per a aquell que es pogués permetre no pagar-la.

Després d'això, i sense misteri, trobem la seva continuació en una Thatcher en una menció de censura que va superar, en la que renegava de l'estat i que només confiava en els homes, però no en la seva humanitat, sinó en la que aquella considerava que era correcta i que es basava en un dogma lliberal del self-made man que nega de la seva condició d'un de molts per ser un entre tots. Volent desballestar l'estat que dona seguretat mentre viu d'aquest mateix. L'habitual paradoxa lliberal que empobreix i penalitza la debilitat, que no és més que la llei del més fort i que es distancia d’allò que nosaltres considerem “civilització”.

Quina diferència hi ha entre el discurs de Thatcher, la dels assistents al Congrés o la d'un senyor de la guerra de l'alta època medieval? Cap. Només trobem més monstres de les penombres que enunciava Gramsci. Tots son ministres, tsars i d’altres oportunistes que només vetllen pels seus interessos.

I veure que, tot i que la bruixa és morta, no vol dir que sigui morta, sinó que és més propera als monstres de Vila Diodati, recomposta entre molts cadàvers d'encarnacions passades i amb un anhel de llibertat monstruós i completament no-morta. Disposada a tornar-nos a succionar més i més.

Ja deien els Bauhaus al seu himne fosc: "Bela Lugosi's dead. Undead, undead, undead", i és perquè Ding-Dong! The Witch is Undead. La bruixa és una no-morta i retornant sempre de la tomba, ens xuclarà la sang i martiritzarà.

La reflexió, proposada d'una forma planera on nosaltres som l'oposició, remet al darrer text d'Stoppard de també rerefons vienès Leopoldstadt, on un vell món mor per néixer un de nou, però per la nissaga dels Merz. Potser perquè ells també eren part d'aquest vell i nou món i les rareses històriques les extingeixen, per ser més dèbils, malgrat tot. Avançant a tota màquina perquè tot continuï igual.

Perquè vindrà en el cos de Thatcher o d'en Rishi Sunak, a punt de crear una guerra civil en el partit conservador britànic negant-se al tren d'alta velocitat, l'ultraproducció de productes xinesos que no compren els seus mateixos ciutadans perquè pateixen pel demà que vindrà i la seva jubilació i prefereixen estalviar, pagar per tics blaus, per la unitat de la família o d'Espanya. L'enemic continua allà, perpetuant-se al poder, deixant-nos veure que al bo d'en Txékhov el van enganyar, perquè després dels nobles i el seu hort dels cirerers, tornen de nou els mateixos en diferent forma i amb els mateixos gustos antropòfags.Nosaltres només podem aigualir la festa als de sempre quan ballin. Una vegada i una altra. Perquè, prenent el que afirmava l'Emma Goldman: "Si no puc ballar, no vull formar part d'aquesta revolució".

Vagi per davant que em declaro fan absolut de La Calòrica. També, especialment, del Joan Yago com a dramaturg. Dit això, no em sembla que Le congrès ne marche pas sigui el seu millor espectacle o que estigui a l’alçada de meravelles com De què parlem… o Els Ocells. I ara, m’endinso en el jardí de justificar la meva conclusió.

En primer lloc, penso, defenso, que el teatre, com qualsevol art, ha de ser una cosa que et remogui. Les argumentacions racionals van després. A mi, Le congrès… em va avorrir una mica. Vaig tenir la sensació que l’obra estava construïda sobre una sèrie de moments escènics (alguns brillants, com l’aparició de l’enviat espanyol) que no tenen cap altre motiu que el d’il·lustrar; és a dir, que no afegeixen o construeixen gaire cosa, a nivell dramatúrgic. L’aposta més narrativa (versus l’acció o el conflicte) queda clarament subratllada per la veu en off, discursiva, explicativa… a la qual no m’oposo, però sí que la vaig trobar poc brillant, enginyosa o àcida en el seu contingut (ingredients als quals, Yago i Calòrica, ens tenen massa ben acostumats).

A diferència del De què parlem… no existeix cap gran conflicte. Hi ha una exposició de fets (que, sens dubte, il·lustren el tarannà que ha adoptat la política dos-cents anys després), però que es queda molt curta respecte al que és la política present. S’entén perfectament la crítica al capitalisme liberal que facilita una concentració de poder en les mans de molt pocs i precipita en la desgràcia de tota la resta; però això ja és una mica antic i la realitat actual és molt més complexa i cínica.

L’actualitat protagonitzada per Musk, Trump, Putin, l’extrema dreta i la influència de les xarxes socials en tot l’escac geopolític (per no parlar del canvi climàtic) componen una realitat que deixa la tragèdia que ens presenta Le congrès… en un ball de crispetes. La juxtaposició d’històries (Sumbawa, Viena, Londres) és ben intencionada, d’acord. Però sembla més a un exercici d’estil que una troballa creativa transcendental.

Esclar… és el que té morir d’èxit: un arriba al teatre esperant el triple tirabuixó mortal… i superar aquestes expectatives (com sí que van fer als darrers espectacles) és molt complicat. Estic segur, i ho espero amb ganes, que al maig, a la majestuosa Fabià Puigserver, amb La Brama del Cérvol, ho aconseguiran.

Ah, sí! Meravellós el descar amb el qual plantegen tot l’espectacle en francès (i algunes altres aparicions puntuals) sobretitulat al català. Espero que, amb això, La Calòrica hagi trencat aquest tabú i moltes més companyies s’atreveixin a fer espectacles on els personatges, si són anglesos, parlin en anglès o en francès o en suahili. Més enllà de la bellesa i riquesa que això aporta a l’espectacle i a la construcció del personatge, ja som majoria els que hem estudiat idiomes a l’escola i és hora de que el teatre, com la versió original subtitulada al cinema o plataformes, ho incorpori als seus espectacles.