Sinopsis
Una sociedad blindada, que se autoprotege, entra en crisis cuando alguien vuelve a casa y empieza a revelar el pasado. Un drama psicológico de 1884, y el primer Ibsen de Julio Manrique.
Un pato herido convive con otros animales en la deteriorada buhardilla de una casa humilde, en una pequeña ciudad de un pequeño país del norte de Europa donde siempre hace frío. Como si los ocupantes de la casa, los pobres pero razonablemente felices (eso es, evidentemente, sólo una opinión) miembros de la familia Ekdal, hubieran arrancado un pedazo de bosque o hubieran inventado alguno para dar salida a sus fantasías, o a sus delirios, según como se mire. Pero, como advierte en un momento dado el abuelo Ekdal, tarde o temprano “el bosque se venga”.
Muchas ficciones, o por lo menos muchas de las ficciones que me gustan (y eso incluye, evidentemente, las ficciones dramáticas), consisten en eso: una comunidad, cierto grupo humano, subsiste obedeciendo ciertas reglas. Buenas o malas, han acabado configurándose como el mecanismo que garantiza la subsistencia del grupo. La historia empieza, o por lo menos la historia que dramáticamente nos interesa, cuando alguien, el otro, el extraño, llama a la puerta, observa el funcionamiento del grupo en cuestión y, en un momento dado (sea por malicia, sea por ganas de ayudar, o por una inquietante mezcla de ambas cosas) pone en cuestión estas reglas.
En L’ànec salvatge (un Ibsen maravilloso y, sorprendentemente, poco conocido y aun menos representado en nuestro país), sucede algo así. Alguien llama a la porta y los pobres pero razonablemente felices miembros de la familia Ekdal deciden abrir…
Julio Manrique
Catalán
Una sociedad blindada, que se autoprotege, entra en crisis cuando alguien vuelve a casa y empieza a revelar el pasado. Un drama psicológico de 1884, y el primer Ibsen de Julio Manrique.
Un pato herido convive con otros animales en la deteriorada buhardilla de una casa humilde, en una pequeña ciudad de un pequeño país del norte de Europa donde siempre hace frío. Como si los ocupantes de la casa, los pobres pero razonablemente felices (eso es, evidentemente, sólo una opinión) miembros de la familia Ekdal, hubieran arrancado un pedazo de bosque o hubieran inventado alguno para dar salida a sus fantasías, o a sus delirios, según como se mire. Pero, como advierte en un momento dado el abuelo Ekdal, tarde o temprano “el bosque se venga”.
Muchas ficciones, o por lo menos muchas de las ficciones que me gustan (y eso incluye, evidentemente, las ficciones dramáticas), consisten en eso: una comunidad, cierto grupo humano, subsiste obedeciendo ciertas reglas. Buenas o malas, han acabado configurándose como el mecanismo que garantiza la subsistencia del grupo. La historia empieza, o por lo menos la historia que dramáticamente nos interesa, cuando alguien, el otro, el extraño, llama a la puerta, observa el funcionamiento del grupo en cuestión y, en un momento dado (sea por malicia, sea por ganas de ayudar, o por una inquietante mezcla de ambas cosas) pone en cuestión estas reglas.
En L’ànec salvatge (un Ibsen maravilloso y, sorprendentemente, poco conocido y aun menos representado en nuestro país), sucede algo así. Alguien llama a la porta y los pobres pero razonablemente felices miembros de la familia Ekdal deciden abrir…
Julio Manrique
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