Tots eren fills meus

El compromiso social de Arthur Miller se asoma en muchas de sus obras. El dramaturgo estadounidense muestra en ellas una feroz crítica a la sociedad americana ya sus valores conservadores. Su actitud contraria a la intervención americana en Corea y Vietnam y su inicial flirteo con el marxismo le supusieron bastantes problemas con la Comisión de Actividades Antiamericanas, que le acusaba de vinculación con el Partido Comunista.

Éste es también el aire que se respira en Todos eran hijos míos, un juicio que tiene por jueces el tiempo y una juventud que se afanaba por superar el cruento conflicto bélico que había hundido a la sociedad estadounidense en una rabiosa crisis de autoestima. El fallo no podía ser más dramático. La obra, de 1947, que fue adaptada exitosamente al cine al año siguiente, aprovecha la discrepancia moral de Ibsen en El pato salvaje entre dos socios, y se basa en una historia real destapada por la propia suegra del autor en un diario de Nueva York: una mujer había denunciado a su padre por haber vendido piezas defectuosas al ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, con unas fatales consecuencias en forma de vidas humanas.

La dirección de David Selvas es fantástica, y el espectáculo se convierte en redondo. Un placer teatral encabezado por un Jordi Bosch que tiene el talento de ser el personaje, más que interpretarlo. Medido, equilibrado, real, es Joe Keller, el empresario que daba por sentado que, por haberlo dado todo por la empresa, podía vivir de espaldas a una verdad que escondía pero que le acabaría petando en la cara. Emma Vilarasau, Claudia Benito y Eduardo Lloveras tienen un papel espectacular, a la altura del drama que llevan a la escena, lleno de matices, sensibilidad, energía y capacidad de transmitir emociones. De hecho, todo el elenco tiene un papel inmejorable.

El espacio escénico, el uso de la música en los momentos clave y, sobre todo, la potencia de un inicio que deja huella, construyen un todo bien trabado. Quizás habría que revisar la iluminación de los espacios de entrada y salida, a ambos lados del jardín, ya que quedan muy oscuros. Allí, la que se preveía imponente entrada de George Deever (Quim Ávila) queda descafeinada, entre la penumbra. De hecho, se le esperaba más fuerza por lo general, al personaje. Era tanta la expectativa, tanto oler el conflicto, que el zumo de uva y los saludos afables separan en exceso al espectador de las nucas que restaban por venir, y el contraste es excesivo.

Dos horas de dialéctica y tensión, de incertidumbre y sospecha, que se convierten en un regalo. Una obra imprescindible, de uno de los mayores dramaturgos de todos los tiempos. El arte para juzgar a la sociedad, y para destapar las vergüenzas de una época (como tantas otras) que a menudo hay que reescribir para no olvidar.

Arthur Miller ha sigut un dels dramaturgs més implicats en la política dels Estats Units. El qüestionament del somni americà o la crítica al capitalisme han travessat les seves obres més icòniques. Segurament Mort d’un viatjant sigui la més coneguda i reconeguda però no per això podem passar per alt les crítiques punyents que Miller va dedicar a Tots eren els meus fills.

En aquesta peça, ara dirigida per David Selvas, tenim l’oportunitat d’endinsar-nos ens fets reals que són només una mostra de l’avarícia humana: en un context de guerra mundial un home de negocis ven peces bèl·liques defectuoses que causen la mort de més de vint joves. Els detalls els anirem coneixent en una història situada al jardí d’una casa familiar on Emma Vilarasau i Jordi Bosch portaran la veu cantant com a protagonistes. Els dos borden un paper essencial en la creació d’un clima tediós i ple de culpes i mentides; les misèries familiars perfectament cosides en un text brillant. Els papers secundaris però també són dignes d’admiració. Clàudia Benito i Quim Àvila brillen amb llum pròpia en aquesta obra estel·lar que ja és tot un clàssic. Sense dubte David Selvas ha sabut treure punta i afilar tots els recursos amb els que contava per la direcció de l'espectacle.

Dirigir una obra de Arthur Miller o Tennessee Williams en la actualidad comporta un riesgo añadido. Son textos que por su estructura dramática poco tienen que ver con los que estamos acostumbrados a ver hoy en día, pero además dan pie a poca descontextualización, Son piezas ancladas en una época y a unas situaciones muy concretas, cosa que marca a los personajes, sus relaciones y la forma que tienen de afrontar sus problemas. En el caso de Miller, además, siempre hay una resonancia trágica que lo envuelve todo en un segundo término pero que al final acaba haciendo acto de aparición en la escena. Es decir, cierto peso clásico en un autor que revolucionó la dramaturgia norteamericana del siglo XX.

Tots eren fills meus es una obra muy bien escrita, con un marcado tono antibelicista y una complicada madeja de relaciones humanas que da pie a todos los dramas que acabarán exponiéndose ante nuestros ojos. Unos dramas que van desde la pérdida de un hijo en la guerra hasta otros derivados de la traición, la culpa o la venganza. Una historia que parte de un hecho real –la construcción de unos aviones con piezas defectuosas en el transcurso de la segunda guerra mundial- y que finalmente acaba constituyendo una dura crítica al sistema capitalista y al modo de vida americano en la década de los cincuenta.

Cuando entramos al teatro, una enorme estructura de hierro esconde algo a su interior. Lo sabemos por el sonido, y también por la luz que se escapa por la parte de abajo. Poco a poco vamos adivinando que se acerca una tormenta, a pesar de que por el estrépito y la iluminación bien podríamos estar en una fundición o en algún lugar donde se construyen grandes objetos. Lo que está claro es que allí debajo hay el secreto de lo que pasará en unos minutos… Esto ya crea expectativas, y bien es verdad que durante toda la obra estos pequeños elementos –el árbol sería otro- nos mantienen atentos y en cierto estado de alerta. Todo esto se debe, sobre todo, a la excelente dirección de David Selvas; para mí, la mejor de su carrera hasta el momento.

Pero un montaje como este no seria nada sin unos actores que defendieran como es debido a unos personajes tan complejos y emblemáticos como Joe y Kate Keller. Unos personajes que requieren muchos matices, muchas conexiones y mucha experiencia. Unos personajes que Jordi Bosch i Emma Vilarasau se hacen suyos hasta extremos casi inverosímiles. A su lado, Eduard Lloveras y Clàudia Benito se hacen cargo de dos papeles igual de extremos, y se salen airosos. En definitiva, un montaje muy bien resuelto y muy bien actuado, que no cae en ninguna reproducción arcaica y que se muestra moderno… aparte de respetuoso.

Entendre que les persones no són bones o dolentes sinó de les dues qualitats alhora, podria ser un bon resum del drama majúscul de l’obra Tot eren fills meus, dirigit per David Selvas, que ha comptat amb Anna Serrano Gatell com a ajudant de direcció.

L’obra comença amb una història que està a punt d’arribar al desenllaç, i que es precipita per l’acció que l’espectador comença a observar. Dos joves, de famílies que havien estat veïnes, i els pares, socis de feina, volen casar-se. A partir d’aquí es descabdella l'acció, que ha partit de la decisió de la parella, fins al punt que ells dos s’assabenten de tot el que ennegreix les dues famílies al mateix moment que ho sap l’espectador. El context històric és real: Amèrica, durant els anys després de la Segona Guerra Mundial

Quan la veritat la coneixem finalment, el drama haurà esclatat sense fre, i deixarà sense consol els joves, però també el públic, que triga a assumir la cruesa del que vol dir tenir diners, voler-los mantenir i voler-ne sempre molts més.

El guió, basat en el text homònim de l’escriptor Arthur Miller, està protagonitzat per uns actors de nivell, com són l’Emma Vilarasau i el Jordi Bosch, però també cal assenyalar la bona interpretació de tota la resta, que en cap moment queden eclipsats pels dos grans noms. Els enumero: Quim Àvila, Clàudia Beneto, Eduard Buch, Ricard Bujan, Eduardo Lloveras, Francesc Marginet, Gemma Martínez i Clara de Ramon.

Per acabar, si l’acció i la interpretació dels actors són excel·lents, l’escenegrofia també cal ressaltar-la. Un jardí verd (compartit per diferents cases, on ha tingut lloc els jocs dels fills de totes les famílies, plantat d’arbres, especialment d’una pomera que des del primer moment de l’acció pronostica el final de l’obra) és l’espai on té lloc gairebé tot del que passa a l’escenari.  Per tot plegat, Tot eren fills meus s’ha d’anar a veure. Teatre ben fet, ben interpretat, que no et pots perdre. I una curiositat final: Miller va estrenar l’obra el 1947 a Nova York. L’impacte que devia causar dos anys després que acabés la Segona Guerra Mundial devia ser punyent. Molt punyent. Ho és encara setanta-sis anys després.

Arthur Miller es uno de los grandes autores del siglo XX y Todos eran hijos míos es uno de los puntales de la santísima trinidad del dramaturgo, junto con La muerte de un viajante y Panorama desde el puente. La crítica a la idea del sueño americano y la hipocresía de la sociedad estadounidense post-Segunda Guerra Mundial es una constante en los textos de un autor que vivió en carne propia la ruina de la empresa textil familiar durante la Gran Depresión y la persecución política a los artistas sospechosos de simpatizar con el comunismo en los años cincuenta. Por eso sus historias no son amables ni complacientes: enfrentan las realidades conflictivas de una sociedad en tensión permanente.

Todos eran hijos míos, las luces y sombras de una familia industrial involucrada en un escándalo mayúsculo: la venta de piezas defectuosas para la construcción de aviones que, durante la Segunda Guerra Mundial, provocó la muerte de 21 jóvenes pilotos. Basada en hechos reales, el brillante texto de Miller enreda secretos familiares, pasiones amorosas y complejos debates éticos.

El Teatre Lliure recupera este clásico con una buenísima traducción de Cristina Genebat y la brillante dirección de David Selvas que sitúa la acción en el jardín de la casa familiar. La puesta en escena sobria pone de relieve las espectaculares interpretaciones de un reparto que convierte la propuesta en uno de los grandes montajes de la temporada.

Ver a Jordi Bosch en la piel del empresario Joe Keller es un festival: el actor borda un papel lleno de matices y claroscuros. La otra valía es una espectacular Emma Vilarasau, que se mueve cómoda (como sólo saben hacer las grandes intérpretes) en el dramático papel de Kate, la madre «enloquecida» por la muerte de su hijo. Eduard Lloveras afronta con solvencia (aunque con una energía más de ingenuo adolescente que de hombre en la treintena perturbado por los efectos de la guerra), junto a Claudia Benito, los papeles de los jóvenes enamorados. Todos los papeles secundarios llegan y muelen: Gemma Martínez, Clara de Ramón, Quim Ávila, Edu Buch y Francesc Marginet demuestran en las pocas frases de sus personajes una grandeza actoral que acaba de hacer redonda toda la experiencia.

¡Un imprescindible de la temporada!