En el ajedrez, cada pieza tiene su movimiento. Nada ocurre al azar ni se improvisa. Y para las piezas, la existencia fuera del tablero, en un mundo exterior, debe ser inimaginable, descabellada, una quimera, un imposible. No sabemos qué piensan, sin embargo. Ellas, de marfil, de madera o de plástico, quizás han tenido un pasado que les recuerda la limitación que viven. La vida, para Beckett, parece jugar también su partida, en este texto, y sólo restan cuatro piezas en el tablero. Cada pieza, un movimiento, un personaje. Cada uno tal y como es, individualizado en grado máximo. Ni rascarse entre ellos, pueden. Si Hamm no puede ponerse de pie, Clov no puede sentarse. Los dos se necesitan, dependen uno […]
Jordi Bosch Argelich
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