La metáfora del viaje está aquí, desde la primera edición del Festival Grec Barcelona, la del verano de 2017, dirigida por Francesc Casadesús. Un auténtico leitmotiv que en estos siete años se ha mantenido con diferentes tonalidades (del Mediterráneo a Oceanía, de toda la extensión continental americana en Asia y África). No sabemos qué reflexiones habrá dejado anotadas Casadesús en su posible cuaderno de bitácora. Quizás en sus páginas estas extensas geografías aparecen desarrolladas con argumentos y razones para entender mejor el largo itinerario artístico recorrido. Para quienes no tenemos acceso a esta intimidad, el periplo -a veces accidentado- ha quedado como una licencia poética; un leve acento diferencial en un programa que, como siempre, dedica muchos esfuerzos a potenciar la creatividad local.
Si algo distingue a nuestro Grec —da igual quien lo dirija— es su generosa predisposición a ser la gran antesala de la temporada teatral barcelonesa. El histórico peso del Grec Ciutat y su red de compromisos, aunque después no ocupe los titulares o los recuerdos. Por más mundo que se recorra, en realidad el festival se queda siempre en casa. “Roda el mundo y vuelve al Born”, decía ya en 1910 Oleguer Junyent. Tampoco tan distinto al que es el próximo Aviñón con más presupuesto. La aportación de Casadesús a ese rumbo fijo es una definición más clara de la naturaleza dual del festival barcelonés. Una brújula mucho más afinada para situarse sobre el mapa urbano-artístico, con Montjuïc convertido en cuyo epicentro prefieren los disfrutes efímeros de las noches de verano en la cartelera adelantada de otoño.
Más que las rutas culturales propuestas por esta dirección que ahora se despide, es mucho más interesante observar cómo se ha afianzado con el paso del tiempo el equilibrio entre las diversas disciplinas escénicas, con un firme triángulo formado por teatro, danza y circo . La música, aunque también protagonista, se caracteriza ahora más por la calidad que por la cantidad. Importante también cómo se han multiplicado las acciones para recrear durante casi dos meses una escuela de espectadores. Un esfuerzo que hace eclosión en 2019 con una enorme diversidad de ofertas de actividades paralelas (programas de radio, ensayos abiertos, encuentros en bibliotecas y centros cívicos, clubs de lectura, etc.), que después pasaría —cerrado el paréntesis de la pandemia— por un ajuste de realidad. También se incorporan los espacios museísticos como un escenario natural de las artes vivas, experimentales o perfectamente mimetizadas con este entorno, como Gardien Party de Valérie Mréjen y Mohamed El Khatib (MNAC, 2022) o Urban Nature de Rimini Protokoll (CCCB, 2021).
Y es inevitable destacar la tenaz solvencia con la que se surcó la bienal de la incertidumbre. El Grec se erigió en el verano del 2020 -habían pasado sólo dos meses desde que se habían roto los sellos del confinamiento- en un ansiado espejismo de normalidad. Mientras los principales festivales europeos iban anunciando su cancelación y los viajeros se enfrentaban a obstáculos propios de la edad media, Barcelona inauguraba su festival -adaptado a las circunstancias- con un Teatre Grec a cielo abierto invadido por hiedras de plástico para marcar las obligadas distancias sociales. Si hubo una noche memorable de todas las que posiblemente merecen este calificativo en estos siete años, ésta fue la del 19 de julio del 2020. Estreno del dípticoLa porta absent / La cambra perduda de Peeping Tom. Con el alma de la suspensión en el aire, el público arrancó un aplauso catártico que dejó estupefactos incluso a los artistas de la compañía belga. El teatro nunca había exhibido de forma tan clara su efecto sanador. La cultura era segura, pero sobre todo necesaria para enfrentarse a una pesadilla demasiado real, que se prolongó —con sus vaivenes de contagios— hasta el verano del 2021. Un festival presencial y también adaptado a la emergencia, con propuestas tan delicadas como Poeta de guàrdia.
Dimitris Papaioannou será recordado como “el artista” de este período. Sin importar qué lugares del mundo transitaba el Grec, siempre encontraba la forma de desviarse hacia los universos preciosistas de este esteta griego. La belleza es tan absoluta como imbatible en su efecto inmediato. Sus incondicionales se iban sumando con The Great Tamer (2017), Transverse Orientation (2021) i Ink (2023). Le disputa el podio —que no el favor general— Angélica Liddell, que socavó con toda su poética rabia visceral los cimientos de la corrección política con The Scarlett Letter (2020) y Liebestod (2021). El 2018 fue el gran escaparate del talento local, aunque la edición estaba dedicada a la ruta de la seda. Pese a los horizontes lejanos, Falsestuff de Nao Albet i Marcel Borràs, La plaza d’El conde de Torrefiel, Rebota, rebota, en tu cara explota d’Agnès Mateus i Quim Tarrida, Pasionaria de La Veronal o Là de Baró d’evel, acapararon toda la atención, compitiendo con Milo Rau, Jan Fabre —antes del escándalo— o Katie Mitchell.
Peter Brook protagonizó el momento emotivo para los mitómanos teatrales cuando regaló en el 2021 una inesperada clase magistral a los 96 años. Tan poderosa presencia que eclipsó su enésima revisitación de The Tempest de Shakespeare. Y de los maestros consagrados a los descubrimientos: la performer neoyorquina nacida en Zimbabue Nora Chipaumire (2019); la catarsis festiva orquestada por el performer y activista estadounidense Taylor Mac, que llevó ese mismo año su versión muy abreviada de 24-Decade History of Popular Music; un Tiago Rodrigues de cámara (By Heart, 2019), antes de escalar en la dirección artística del festival de Aviñón; los coreógrafos Alan Lucien Øyen (Story, Story, Die), Christos Papadopoulos (Larsen C) i Phia Ménard (La trilogie des contes immoraux), los tres presentándose en el Grec del 2023 para convertir el Mercat de les Flors en meca de la sorpresa; el impacto de Carolina Bianchi con la primera parte de Cadela força(2023), y, por supuesto, el kitsch superlativo de Alberto Cortés (One Night at the Golden Bar, 2023). La categoría de reposición más justificada recae en Europa Bull de Jordi Oriol (2022) y la de mejor “butifarra en Shakespeare” en L’amansi(pa)ment de les fúries, orquestado por Carla Rovira para unos Parquing Shakespeare ampliados (2022) .
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