Àngel Guimerà escribió L’aranya en 1906, representando en el escenario las luces y las sombras (más bien estas) de una clase menestral barcelonesa que aspiraba a configurar una pequeña burguesía y que, a pesar de que se disolvía, todavía estaba presente en algunos barrios de la ciudad.
El Teatre Nacional de Catalunya conmemora, con su puesta en cartel, el centenario de la muerte del dramaturgo y poeta (Barcelona, 1924).
En escena, extremos personajes vibran, conectan, interactúan como electrones, en un ir y venir aparentemente caótico por cotidiano. De la interacción nacen reacciones a ratos dramáticos, cómicos, sarcásticos, románticos… todos ellos de un tiempo muy lejano, a pesar de las pretensiones de aproximación. El director, Jordi Prat i Coll ha reescrito su texto para adaptarlo a una supuesta Girona de 1968, y se vislumbran los últimos años de franquismo, la estrechez de las libertades. El eje argumental es la infertilidad, pero a través de la vida en la tienda de comestibles y en el comedor de casa se presentan elementos claves para entender la evolución de los personajes, que acaba conduciéndolos a la tragedia: el rol de género, el papel de la mujer, la presión social ahogadora del momento, la sumisión a la… u la ingenuidad casi primitiva de cada carácter, y la interpretación pretende ser cercana a la naturalidad italiana de producciones costumbristas, pero el director flirtea entre la comedia y el drama, y hace que los personajes transiten por la cuerda floja entre los dos extremos. Escuchar como un personaje cubanero como Pilar (Berta Giraut) manifiesta, con su exagerado histrionismo, que ha perdido a sus tres hijos no es gratuito. Pasa factura, en contraste con los demás personajes. Cada uno sigue una línea distinta, arrastra su drama particular, y cuesta que casen en la mirada global. Es quizá demasiado, de tanto efectista.
La adaptación contiene elementos culturales que distancian el texto del original: el hablar gerundense, las canciones… Se pretende dar un nuevo contexto a un texto que nace en otra época, en otra realidad. Un salto de ese calibre, desequilibra la obra porque no la arraiga, sólo lo hace en las formas. La telaraña tejida por el dueño del negocio (Jordi Rico) atrapa en la miseria a la protagonista (Mima Riera) ya su pareja (Albert Ausellé). Ella acaba abriendo los ojos y liberándose, rompiendo un destino que, en la obra original, parecía determinado. Un toque de actualidad y de revolución que poco liga con el autor y con el desarrollo del drama, y que se desmarca de forma premeditada. Y no nos queda ni el clásico que era, propio de la época, ni una revisión actualizada en los signos de nuestro tiempo. Hago mía la opinión de alguien que para mí es referente en todo: de Shakespeare se aprovecha todo, cualquier versión es rica en el mensaje y su revisión siempre es contemporánea… pero ¿había que versionar a Guimerà, realmente? Su riqueza es su contexto temporal, reescribirlo es ir a perder, es pasearse por capricho por la cuerda floja.
Sin embargo, la interpretación es fantástica, y el trabajo escenográfico hace, por sí solo, que la experiencia valga la pena.