En el teatro, como en la vida, todas las decisiones que se toman tienen un propósito, declarado o sugerido. Es una declaración de principios abrir un teatro de pequeño formato en un barrio y una plaza (Badal, plaza de l’Olivereta) sin recuerdo entre los vecinos de haber tenido nunca un escenario abierto al público. No es un distrito huérfano de espacios de encuentro con el incentivo de la cultura. Por la zona existen centros cívicos históricamente activos, espacios teatrales ya consolidados como la Flyhard y otros más recientes, pero de futuro más incierto, como la cooperativa Periferia Cimarronas.
Que la fachada sea discreta -nada que proclame que aquí hay un nuevo teatro- y luzca el nombre de Heartbreak Hotel es un gesto tan humilde como abierto a la confusión. Es el teatro que ha querido Àlex Rigola, acompañado por Irene Vicente en la gestión de una sala para 72 espectadores sin escenario convencional. Una sede estable con las dimensiones justas para una idea muy concreta sobre cómo poner en práctica el arte de la escena. Rigola lleva ya varios años construyendo cajas de madera para generar comunión entre los intérpretes y el público. Un ejercicio de desprendimiento. El espacio, de distancias y los intérpretes, de todo lo superfluo, empezando por las muletas de la escenografía y el vestuario y terminando por el nombre de los personajes. Los personajes quedaron huérfanos de nombre en Ivanov, la caja apareció con Who is me. Pasolini. Todo confluyó por primera vez en Vània y se consolidó con Hedda Gabler.
Les sucede ahora con la misma intencionalidad L’home de teatre de Thomas Bernhard. Esta vez es Andreu Benito -que protagoniza desde Eva contra Eva de Pau Miró y Orgull de Dostoyevski un espectacular renacimiento interpretativo- quien lleva el peso del decálogo rigoliano, flanqueado por Àlex Fons y Marvan Sabri. Bruscon deja paso a Benito vestido de negro con lo que ha encontrado en casa. Inaugurar una sala con un Bernhard es también un manifiesto artístico y político. Suposición que se reafirma con la adaptación que Rigola ha hecho de un texto que es un torrente de bilis contra un país, sus ciudadanos, políticos, gestores y popes de la cultura, los espectadores y las mujeres. Al igual que Benito sustituye a Bruscon y Franco a Hitler, Cataluña ocupa el lugar espiritual de Austria.
Un artista tirano, ególatra, misógino y misántropo, se lanza al cuello de todo lo que le ha llevado a un escenario que apenas lo es. Actor y director de teatros oficiales, se ve desterrado a la suciedad de la periferia. Bernhard lleva esta decadencia al extremo provincial de un hostal maloliente. El teatro de Rigola aún huele de nuevo y la adaptación excluye los aspectos más incómodos sobre su cruel convivencia con mujer e hija. Dos personajes fantasma en ese montaje. Benito muestra los colmillos a media voz, pero sin la rabia de doberman que le otorga Bernhard hasta hacerlo casi insoportable para el espectador.
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