Precedida de un enorme éxito de crítica y público en su estreno en el último Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida y de su posterior paso por Madrid, llega a Barcelona la Fedra de Paco Bezerra con dirección de Luis Luque. Aprovechamos la ocasión para preguntarnos sobre las fronteras entre adaptación y versión, versión y reescritura, etc. y proponer una terminología que pueda servir de ayuda a los creadores, críticos y programadores…
Esta Fedra es de Paco Bezerra (Almería, 1978). Los que seguimos y admiramos la literatura dramática de Paco reconocemos nada más empezar la función la singularidad de su mirada -eso que algunos llaman “estilo”- en los parlamentos de Fedra, de Hipólito, de Teseo… Una escritura matérica, carnal, pero que no renuncia al sueño y al misterio; en ella encontramos personajes que luchan en espacios sitiados, tanto físicamente como espiritualmente, por ser dueños de su cuerpos y que hacen de sus deseos pértiga de libertad. Sí, esta Fedra es decididamente de Paco. Y a la vez, cómo no, contiene la fosforescencia del Hipólito de Eurípides y de las Fedras de Racine y de Unamuno. Una intertextualidad manejada con maestría por Bezerra, sustentada asimismo en la encrucijada que siempre es García Lorca. Los amantes de El público y Bodas de sangre reconocerán enseguida su presencia.
Sí, esta Fedra es decididamente de Bezerra. Por eso la firma como autor y no como versionador o adaptador. Las fronteras entre adaptación y versión, entre versión y reescritura, y entre reescritura y texto “original” son porosas, discutibles y discutidas. No pertenecen a la geografía ni a la arquitectura ni a las matemáticas. Como ejemplo comparto aquí la experiencia personal con Troyanas; dudé muchísimo de si firmar el texto como propio o, como finalmente ocurrió, hacerlo como versionador (no está en RAE). Había razones tanto para lo uno y para lo otro. Algo parecido me ha ocurrido con la reescritura de El otro de Miguel de Unamuno. En esta ocasión he optado por firmarla “junto” a Unamuno. No es cuestión fácil.
Pero creo que ha llegado el momento de intentar llegar a unos acuerdos, de adquirir una precisión al nombrar (o al menos intentarlo) que nos ayude a cuantos participamos del hecho teatral: autores, espectadores, críticos, etc. a saber en qué lugar se sitúa al autor / adaptador / versionador frente a esos materiales del pasado. ¿Cuándo un texto deja de ser ese para convertirse en otro? ¿Hasta dónde puede llegar la intervención en un texto dramático? ¿Debemos guardar fidelidad a los textos (escritos) de Calderón, Lope o Tirso? ¿O debemos operar sobre ellos con una libertad responsable primando su encuentro con el público actual. El tema, desde luego, excede el espacio que aquí se me concede por lo que pido, desde ya, comprensión para mi intento de síntesis, sabedor de que la cuestión es compleja.
Cada función, cada nuevo montaje, nos da ocasión de intervenir sobre el texto, de introducir cambios provocados por los condicionantes pragmáticos (de producción, vaya) pero también en sus sentidos. Por otro lado el texto en escena siempre es otro, aunque no hayamos tocado una sola coma. El mismo texto en dos cuerpos distintos son dos textos, dos sentidos. Porque, tal como sostiene Bajtín«un enunciado vivo, aparecido conscientemente en un momento histórico determinado, en un medio social determinado, no puede dejar de tocar miles de hilos dialógicos vivos, tejidos alrededor del objeto de ese enunciado por la conciencia ideológico-social; no puede dejar de participar activamente en el diálogo social». Connotativamente el texto espectacular varía de una representación a otra, hasta el punto de que nunca se repite. Si las circunstancias cambian, el sentido y la función social del texto se alterarán. En la expresión de Zumthor, durante la representación «la superficie de un texto es comparable a la de un lago azotado por el viento».
Puedes leer el texto completo de Alberto Conejero publicado en Teatro Madrid entrando en este enlace.