¿Se ha fijado lo difícil que es encontrar alguien que te diga “Uy, es que a mí las historias de misterio no me gustan”? Aún hoy hay quien intenta hacerlo encajar todo en etiquetas y pierde la oportunidad de sorprenderse, por lo que a menudo puedes coincidir con personas que afirman categóricas que no les interesan ni las historias de terror, ni las comedias románticas ni los vodeviles. En cambio, las tramas en las que hay que descubrir al culpable de un delito suelen atraernos de forma generalizada. Esta temporada teatral se han concentrado unas cuantas, algunas filtradas por el humor: Assassinat a l’Orient Express, La teranyina, Qui és l’assassina?, La función que sale mal… Nuestra afición por el género tiene que ver con algunos de los instintos más primarios que nos definen como espectadores de la vida.
De entrada, asistir en directo a la resolución de un crimen, lo que normalmente va acompañado de ser testigo del hecho en cuestión, apela al famoso efecto mirón. Admitimos de una vez que somos mirones vocacionales. Nos encanta escarbar en la esfera íntima de otras personas, conocer sus secretos más inconfesables, sobre todo si van acompañados de sangre e hígado. En una trama de misterio, se nos ofrece en bandeja la posibilidad de traspasar la cinta policial que suele cerrar el paso a los curiosos, de plantarse frente a ese agente uniformado que, al más puro estilo de un portero de discoteca, nos suelta aquello de “Disuelvan, que aquí no hay nada que ver”, y poder darle una respuesta taxativa: “Pues mire, se equivoca: hoy voy a pasar, porque me han invitado a entrar”. Y quedarnos tan anchos.
Una vez dentro del círculo restringido a los profesionales, los relatos detectivescos canónicos contribuyen a reforzar la sensación de que el caos desatado por un asesinato o un robo acaba tropezando con una respuesta justa. De gente como Sir Arthur Conan Doyle, Agatha Christie y compañía, esperamos que nos perturben con los crímenes que imaginan, pero también que acaben haciéndonos sentir la protección y el orden de una realidad utópica en la que tal harás, tal encontrarás. Esta seguridad no la encontramos tanto en el género negro, más turbio y realista a la hora de analizar las miserias de la sociedad, o en las historias contemporáneas con finales infelices (aquí tendríamos el alud de series basadas en hechos reales, los true crime). Pero si nos mantenemos en el molde de la ficción clásica, confiamos en que al final todos los sospechosos se reunirán en el salón de té, o en el vagón restaurante, y escucharán pacientemente mientras el Hercules Poirot de turno va despejando los hechos metódicamente hasta señalar el culpable con dicho acusador. Esto cuando no es lo mismo culpable, que se esperaba picando unas galletas saladas, quien acaba exponiendo su plan en una especie de charla TED malévola, preludio de la entrada en el calabozo. El cotilleo y la necesidad de orden son dos instintos que algunas obras que tenemos en cartelera esta temporada satisfacen con creces. He aquí por qué nos gustan tanto. Aquí sí que no hay misterio alguno.
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