Medio siglo antes de que el vídeo matara a la estrella de la radio en aquella canción de The Buggles, la llegada del cine ya había roto el corazón de quien para muchos era el mejor payaso del mundo. Marceline Orbés nació en Jaca en 1873 y comenzó su carrera artística en Barcelona, pero pronto triunfó en los escenarios de Londres y Nueva York, donde se convirtió en un fenómeno mundial y en referente para Charles Chaplin y Buster Keaton. Aunque se le considera el padre del payaso moderno, la eclosión del nuevo arte cinematográfico en los años veinte lo hizo caer en el olvido.
Su figura es el hilo con el que La petita malumaluga teje el espectáculo Marceline, una declaración de amor a las artes escénicas que transita por las luces y las sombras del oficio. “Es una reflexión sobre por qué hacemos lo que hacemos y de cómo puede desvanecerse todo aquello a lo que te aferraste en un momento”, explica Albert Vilà, músico y codirector de la compañía. El montaje pisa dos líneas temporales a través del personaje que interpreta Eva Vilamitjana, la bisnieta de Marceline, que sueña con ser bailarina y comparte escena con una soprano, un cuarteto de cuerdas y un universo de sillas. “Es también un homenaje a la danza, que siempre ha sido la hermana pequeña y creemos que debería haber sido la hermana mayor de todo esto”, reivindica Vilà.
El final trágico de Marceline, que acabó suicidándose en 1927, no es un obstáculo para crear un montaje inclusivo que emociona al público de todas las edades a través de diversas capas de lectura. A diferencia del teatro, más vinculado a la razón, la abstracción de la música y la danza permite abordar emociones como la melancolía o la angustia del payaso en una compañía acostumbrada a asumir riesgos: “El único límite es que no trabajamos la violencia, pero se debe poder hablar de todo con la primera infancia siempre que lo hagas desde la honestidad y la pasión”.
Si algo caracteriza a La petita malumaluga es su apuesta deliberada por un lenguaje no infantilizado. Con una decena de montajes en su haber, han girado por más de treinta países cuestionando la relación que los adultos establecemos con la infancia, que consideran “la parte más discriminada de la sociedad”, también en la cultura. Su militancia radica en la voluntad de empoderar al niño como espectador de primera y de inspirarlo como creador del futuro con propuestas sofisticadas, contemporáneas y universales que rompen la cuarta pared y sitúan al público en el escenario para interactuar con los artistas. En Marceline, la participación es un elemento más de la función a través de juegos de luz, llamadas con zapatos telefónicos y una catarsis de pañuelos fluorescentes que a Vilà le hace pensar en Another Brick in the Wall de Pink Floyd: “Nos gusta esta idea de lanzarlo todo al aire y dejar que griten y se expresen”.
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