Ionesco no es sólo el autor del absurdo de las palabras entendidas como el payaso burro de las relaciones sociales; en la otra cara de este horror, encontramos el payaso carablanco de la película de terror política.
En el escenario conocemos sobre todo el Ionesco de las palabras venales, las de valor de cambio de una relación gastada, las del cálculo desgastado de una burguesía tumbada en el diván de las palabras más banales, las más vacías, las palabras ya sin poder, gastadas como un pobre lavadero al borde del desgarro. El Ionesco del poder de las palabras cojas que giran en círculo sobre sí mismas, perdidas como el siglo en el que nacían, un s. XX náufrago. El Ionesco de La cantante calva, con réplicas que multiplican diálogos que parecen monólogos superpuestos (¡sobrepasados!) para las conversaciones absurdas de unos “diálogos para sordos” que se ahogan en el charco espeso del habla cotidiana, títeres de la gramática social, muñecos de la ventriloquia de las circunstancias, palabras impostadas al ser dichas por la voz de quien ya no ve nada de sí mismo ni de los demás, palabras en broma en medio de la niebla del sentido, palabras calvas, bellas palabras viejas, maquilladas y perversas, con la única fuerza de la repetición.
Este Ionesco es un Ionesco posible. El más cercano incluso a partes de nuestro Joan Brossa, coetáneos como eran. Pero el retrato quedaría incompleto sin otro más grotesco. El de un teatro risueño más negro y oscuro. Pasamos del Ionesco del poder de las palabras gastadas en el aún más lúcido de las palabras del poder hinchadas como globo. El Ionesco hermano gemelo de Ubú rey, de Alfred Harry (1896), y de Ivonne, princesa de Borgoña, de Witold Gombrowicz (1958). El Ionesco que desbroza la tragedia shakespeariana para devolverle una imagen grotesca y quintaesenciada, un cuerpo estrafeto por el espejo escénico del s. XX, espejo reductor que se concentra en lo que de verdad cuenta. No tenemos todavía la reducción a radiografía que Heiner Müller ejercerá en Quartett (1981) sobre Las amistades peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos. El Macbeth (1972) de Ionesco planta a Shakespeare en la galería de los espejos deformadores. Es un Shakespeare clownesco, hinchado y expresionista en la obra más mentalmente loca del bardo: el del protagonista no nacido de mujer, el del rey que sueña con las manos manchadas de sangre de su culpabilidad, el del bosque que se mueve y avanza amenazador hacia los ojos que no quieren creérselo, el de absurdos imposibles que son, porque todo es posible cuando se nos va la cabeza.
El Macbeth de Ionesco es exceso: una caricatura grotesca del poder visto desde el semanario satírico de una escena teatral comprometida que no sortea la mirada política y pone al descubierto la corrupción y la cobardía de la ambición más criminal. Farsa trágica y charlatán, llena de ritmo y teatralidad, Macbeth completa el retrato del rumano de origen y francés de adopción Eugène Ionesco (1909-1994). Si su teatro del absurdo es clownesco, aquí saltamos del tono de augusto bobo de La cantant calba (1950) al ridículo payaso carablanco autoritario de este Macbeth . A medio camino, El rinoceronte (1959).
El plástico e inteligente bagaje teatral de indio navajo del director Ramon Simó parece hecho a medida de la ocasión que ahora brinda el TNC.
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