A finales de agosto de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart y su esposa, Constanze, abandonan Praga, junto con el discípulo del compositor, Franz Süssmeyer. Al ir a subir al carruaje, un desconocido para Mozart y le dice que quiere hacerle un encargo de parte de un caballero para que componga una misa de difuntos. El primer impulso de Mozart fue rechazar el encargo porque tenía mucho trabajo y quizá ya empezaba a tener los primeros síntomas de los problemas renales que al fin le conducirían a la muerte. Al llegar, matrimonio y discípulo a Viena, el mensajero volvió a aparecer y le adelantó dinero por adelantado: 50 ducados, prometiendo 50 más cuando terminara la obra; eso sí, tenía que hacerlo en cuatro semanas. No obtuvo más datos. Al final, el tema económico prevaleció y Mozart aceptó el encargo.
Al acabar las dos primeras secciones del Réquiem–Introitus y Kyrie–, el compositor dejó momentáneamente a un lado el encargo para, por un lado, acabar de redondear el final de la ópera La flauta mágica, y por otro, para ir a Praga con Süssmeyer a componer su última ópera, La clemenza di Tito. A finales de septiembre regresó a Viena para componer la Música para un funeral masónico y el Concierto para clarinete KV 622. El mensajero volvió a aparecer para reclamar a Mozart el Réquiem pactado. El compositor estaba cada vez peor de salud y todo ello dio lugar a las célebres especulaciones y al relato –casi mitificado– de su muerte. En una biografía de Mozart publicada unos años más tarde, Georg von Nissen afirmaba que Constanze, al ver el abatimiento progresivo de Mozart, se lo llevó al Prater de Viena para distraerlo y allí fue donde supuestamente Mozart confesó que estaba componiendo un Réquiem para él mismo, para su propia muerte.
Con esto y el misterioso encargo de la misa de difuntos, ya fue suficiente para poner en marcha la maquinaria especuladora que acabó produciendo dos teorías distintas en torno a su muerte. La primera que dice que todo fue un plan urdido por Antonio Salieri, ya que el compositor italiano, 30 años después y en un ataque de demencia senil confesó que él había «asesinado a Mozart». Pero la teoría era difícil de sostener porque, aunque Salieri pudiera participar de algunas intrigas de Palau (como mucha gente bien situada en la Corte), tenía buen carácter y fama de ayudar a otros compositores (sin ir más lejos fue profesor de Franz Schubert). Además, Salieri y su amante fueron amigablemente a ver La flauta mágica con Mozart y por lo visto todos disfrutaron del espectáculo. La segunda teoría, en cambio, dice que todo fue un complot de los masones como revancha por revelar prácticas masónicas secretas en La flauta mágica. Si esto hubiera sido así, se supone que también habrían tenido que perseguir a Emanuel Schikaneder -empresario, músico, actor, francmasón y persona que encargó esta ópera a Mozart-, quien sobrevivió veinte años en el genio de Salzburgo y no tuvo problemas con ningún compañero de logia. Por otra parte, ninguno de los calificados doctores que atendieron a Mozart encontraron rastro de veneno a la hora de certificar la causa de su muerte.
La realidad de lo que sucedió es que el encargo “misterioso” lo hizo un diletante y rico burgués francmasón, el Conde de Walsegg, un individuo que solía presentar como sus conciertos que había encargado a otros. Esta vez, al tratarse de un encargo especial, quiso hacer el encargo a un músico célebre y extremó su discreción; de ahí el misterio de su identidad y la cuestión del famoso mensajero.
Mozart cayó enfermo a finales de noviembre de 1791 y murió a principios de diciembre, dejando a medio componer el Lacrimosa del Réquiem. De hecho resultó muy poético que las últimas palabras que el compositor dejó escritas en la partitura fueran justamente «aquello día de lágrimas y luto». Finalmente, Constanze, para asegurarse los 50 ducados al entregar la obra, encargó a Joseph Eybler subir sus movimientos centrales; Eybler hizo algunos arreglos y transcripciones sobre las indicaciones escritas de Mozart, pero acabó desistiendo. Entonces Constanze le encargó la labor a Franz Süssmeyer, quien sí acabó el trabajo. Al introducir la melodía mozartiana, Süssmeyer compuso las tres secciones finales del Réquiem con una calidad musical remarcable, tal y como se puede comprobar al oír Domine Iesu o Agnus dei, por ejemplo. Por cierto, al final Constanze acabó cobrando los 50 ducados acordados por la finalización del encargo “maldito”.
El Réquiem se estrenó en Viena el 2 de enero de 1793 y, al ser una misa, tiene toda una serie de partes invariables: el Kyrie Eleison (invocación a dios: “señor, ten piedad”), el Sanctus (honor a la santísima trinidad: “san, santo, santo”), el Benedictus i el Agnus Dei (Jesús que se ofrece al sacrificio por los pecados de los hombres). Las partes más célebre del Réquiem son el Introitus (introducción) y el Kyrie, que contiene el Dies Irae, el Rex Tremendae, el Recordare, el Confutatis y la célebre Lacrimosa. Es decir, las partes que Mozart escribió propiamente, aunque no hay que olvidar tampoco la belleza y serenidad de las partes correspondientes ya a Süssmeyer como el Agnus Dei o el Dominio Jesu.
Una pieza impresionante y impresionante
La instrumentación del Réquiem es sobria, ya que la orquestación no presenta ni flautas, ni oboes, ni trompas ni clarinetes convencionales (hay los ‘cornio de bassetto’, que son una especie de clarinetes más graves). No hay que olvidar que Mozart había “absorbido” todo lo que pudo de la obra de Georg Friedrich Händel y, sobre todo, de Johann Sebastian Bach. Sin ir más lejos ya modo de ejemplo, los ritmos punteados de las cuerdas en el magnífico Introitus y la primera fuga del Kyrie tiene semejanzas con movimientos del Mesías de Händel como el And He shall purify, por ejemplo. Mozart, con el uso de un discreto contrapunto y evocando una liturgia arcaica, convierte a su Réquiem en una superación de la materia, de la carne –tan ponderada en la trilogía operísitica de Lorenzo Da Ponte, La nozze di Figaro, Don Giovanni, Così fan tutte!–. De hecho, la utilización del contrapunto y la fuga (sobre todo en el Kyrie y el Dominio Jesu) representa una forma de cotejar musicalmente la muerte. Toda la obra, en definitiva, representa una suerte de resignación sin miedo ante el día del Juicio Final.
La música del Réquiem es sobrecogedora, corprendedora: lo es por el fuego y los rayos de la ira divina (Dies Irae) o el terror que genera un manantial todopoderoso que se presenta tenebrosamente ante los hombres (Rex Tremendae), pero también es sutil por el cuarteto para cuatro solistas del delicioso Recordare, (situado justamente entre la fuerza coral de dicho Rex tremendae y la potente maldición del Confutatis), el momento más tierno, más íntimo, en el que Mozart hace un clamor a la piedad del hijo de dios para que salve a los hombres de la ira y el castigo divinos. Aunque la instrumentación sea sobria, los pasajes más dramáticos tienen una fuerza rotunda, pero equilibrada y que contrasta con la sublime intimidad de aquellos momentos en que se funde una melodía bella y fatigada a la vez (el citado Recordare y la célebre Lacrimosa). En definitiva, más allá de los mitos que rodean la muerte del compositor y la génesis del Réquiem, quizá no sea más que la belleza inmensa de su música lo que representa el auténtico misterio de esta maravillosa pieza.
La apuesta de Castellucci
El Liceu, por medio de su corazón y su orquesta sinfónica, tendrán a la cabeza al maestro Giovanni Antonini, es decir, el fundador de una de las orquestas de música barroca más importantes del mundo como es Il Giardino Armonico. En cuanto a los solistas destaca la presencia de la soprano mozartiana Anna Prohaska y una excelente mezzosoprano -a la que ya vimos en el Liceu hace unos años en Los cuentos de Hoffman de Jacques Offenbach– como es Marina Viotti. En cuanto a las voces masculinas, el tenor belcantista sudafricano Levi Sekgapane (ganador del premio Operalia 2017) y el bajo-barítono Nicola Ulivieri completarán el cuadro vocal. Pero por si Mozart, Antonini y los cantantes no fueran suficientes, la dramaturga italiana Piersandra di Matteo y el célebre director teatral Romeo Castellucci ofrecerán una puesta en escena de esta obra -junto con otras obras religiosas mozartianas- con una coreografía y unas trabajadas interpretaciones escénicas que la van a transformar en la música del ser humano frente a la muerte.
Esta propuesta escénica del Rèquiem mozartiano, que Castellucci llevó a escena por primera vez en 2019 en el Festival de Aix-en-Provence y en 2022 en el Palacio de las Artes de Valencia, ahora llega al Liceu pero por pocos días (una representación de las cuales, por cierto, se celebrará en la basílica de la Sagrada)
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