Que el teatro musical siempre ha buscado fuente de inspiración externa es una certeza desde sus orígenes, cuando en los años 30 los musicales de Broadway dejaron de ser una serie de números musicales con sketches intercalados y pasaron a tener argumento, como las óperas de la vieja Europa.
¿De dónde saldrían, a partir de ahora, las historias para escribir los libretos? Pues como ocurría también con las óperas, los musicales no eran más que adaptaciones escénicas de novelas, relatos y, principalmente, grandes obras de la literatura clásica, sobre todo si ya eran conocidas. No olvidemos que el teatro musical es un entretenimiento de masas. Como el cine.
Precisamente por eso Hollywood también utiliza la misma táctica, porque, si el público ya conoce el título (o al menos le suena), ya queda resuelta una parte —una buena parte— de la campaña publicitaria.
Los orígenes
Pero durante muchos años fue, en realidad, Broadway quien inspiró a Hollywood, y cuando un espectáculo musical o de texto funcionaba en Nueva York, la pantalla grande se encargaba posteriormente de continuar exprimiendo el éxito del título. Show boat (1952) o Porgy & Bess (1959), pasando por Kiss me Kate (1953) o Guys & dolls (1955) son algunas de las primeras adaptaciones de éxitos del teatro musical en el cine.
No es hasta la segunda mitad del siglo XX que la inspiración se vuelve más recíproca y Broadway también empieza a fijarse en los grandes títulos del cine (musicales o no) por la misma razón por la que lo hacía con los logros de venta literarios : la popularidad.
Así pues, si alguna vez alguien lamenta (?) que hoy en día los espectáculos musicales se basan siempre en películas, se puede recordar que ya en los años 60 Bob Fosse convirtió Las noches de Cabiria (Fellini, 1957) en el musical Sweet charity (1966), y que poco después Burt Bacharach puso música a Promises, promises (1968), espectáculo que trasladó a escena la exitosa película El apartamento (Billy Wilder, 1960).
Sin duda maestros indiscutibles del género han encontrado inspiración directa en títulos cinematográficos: Sonrisas de una noche de verano (Ingmar Bergman, 1955) fue A little night music (1973) con Stephen Sondheim, y Alan Menken convirtió el film La tienda de los horrores (Roger Corman, 1960) en el musical de culto de los 80.
Y sí, vale, a pesar de todas las referencias históricas, nadie puede negar que a lo largo de los últimos 20 años tanto Broadway como el West End han vivido un boom de grandes musicales inspirados en películas, con Disney poniendo en marcha su implacable maquinaria desde que aterrizaron en la cartelera con The beauty and the beast (1994) y siguiendo con golpes de efecto (y de taquilla) como el que el cineasta Mel Brooks propinó con The producers (2001) o el abrumador éxito que obtuvo Hairspray (2002). Éxitos que animan al resto de productores a zambullirse en los catálogos de las grandes casas cinematográficas. Incluso el MGM se puso a hacer teatro con Legally blonde (2007) o Dreamworks con Shrek (2008).
Ahora que ya hemos aceptado que una película, o incluso una serie de televisión, puede resultar igual de inspiradora que una novela a la hora de crear un musical, también hay que aceptar, por supuesto, que el peso visual de un filme y, sobre todo, su banda sonora puede marcar mucho más —y prácticamente de forma inevitable— toda la reinterpretación creativa del espectáculo.
La clave de todo ello es hasta qué punto los productores de un musical pedirán al equipo creativo que recreen en escena todo lo que ocurre en la pantalla, casi fotograma a fotograma, o bien les dejarán carta blanca para alejarse tanto como quieran del celuloide original, a fin de conseguir el mejor resultado escénico posible.
Sabemos que al gran público le gusta más reconocer que conocer, pero una buena adaptación es la que en ningún momento te hace añorar la película. Es sólo entonces cuando triunfa el lenguaje escénico, cuando sabe recrear en escena lo que conocemos pero hábilmente esquiva la comparativa. The lion king (1997) o SpongeBob SquarePants: The Broadway musical (2016) son magníficos ejemplos de cómo surge una nueva estética, genuinamente teatral, a partir de referentes visuales de la pantalla.
Y si nosotros como espectadores hacemos un examen de conciencia sincero, ¿qué preferimos? ¿Salimos más satisfechos cuantos más elementos del filme reconocemos en escena?
¿Disfrutaríamos igual de Singing in the rain (1983) si los creadores de la versión teatral hubieran prescindido de la icónica imagen de la farola y la lluvia? ¿O si en The bodyguard (2012) no sonara en ningún momento el I will always love you? El efecto impresionante de ver volar ante ti a Billy Elliot (2005) al son de Tchaikovski es exclusivo del teatro o de cómo irrumpe en escena el taxi amarillo entre los bailarines de Fame (1995), evocando la imagen del videoclip de Irene Cara.
Algunos ejemplos recientes
Todos estos son ejemplos que estos días puede comprobar por usted mismo en la cartelera de Barcelona, pero si quiere recorrer el camino a la inversa, es decir, ver en cine adaptaciones de éxitos recientes del teatro musical también tiene novedades donde elegir: desde el remake de West side story (2021), que supone la primera incursión de Spielberg en el cine musical, hasta estrenos como Tick, tick… ¡Boom! (2021), debut también en la dirección cinematográfica de Lin-Manuel Miranda, que traslada a la pantalla el musical de Jonathan Larson y al mismo tiempo aprovecha para homenajear el universo de Broadway de los últimos años. Y a propósito de Lin-Manuel Miranda, no deje escapar la película basada en su primer éxito, In the heights (2021), estrenada en los cines durante el verano pero ya disponible en las plataformas.
Este diciembre también comprobaremos si la adaptación al cine de Dear Evan Hansen (2021), uno de los musicales más premiados y aplaudidos por la crítica, hace justicia a los elogios del espectáculo original o si, como todo parece indicar, acabará siendo otro intento fallido como hace un tiempo lo fue Cats (2019). Todo lo contrario que la adaptación del musical Everybody’s talking about Jamie (2021), un filme que por el camino no pierde ni una brizna de toda la emoción y la fuerza reivindicativa que tiene en escena la historia de este adolescente que sueña con ser dragón -queen.
Por Christian Machío / @Christianmachio