Por Alba Cuenca / @Herronita93
“Repetiremos las elecciones el próximo domingo”, dice el primer ministro. Risas tímidas en platea. “Construiremos un muro”, proclama el de defensa. Más risas. “Usted debe de ser su ayudante”, afirma el ciudadano a la mujer que acompaña al alcalde, que en realidad es una periodista de prestigio. (Aquí la ironía se capta menos). 70 minutos después de la primera réplica, se apagan las luces y la sala enmudece. Pasan unos según antes de que empiecen los aplausos. Lo que ha empezado con una caricatura grotesca, acaba con un vacío implacable cuando somos conscientes de su trascendencia.
No se puede decir que Assaig sobre la lucidesa sea una obra apacible. Tampoco busca serlo. En ella hay una crítica feroz a un sistema democrático maquiavélico a partir de una premisa curiosa: ¿Qué pasaría si una gran mayoría de la población votara en blanco? La manifestación ciudadana y la reacción del gobierno, llena de miedo y represión, recuerdan de forma muy evidente a muchas de las situaciones políticas de los últimos años. “¿Seguro que Saramago no vino a Cataluña para escribirla?” pregunta una espectadora en el coloquio posterior. Se refiere al autor de la homónima novela que ahora lleva al teatro la cía La Danesa. La realidad es que el visionario premio Nobel la escribió en 2004 recuperando los personajes de la célebre Ensayo sobre la ceguera. De hecho, ni siquiera la compañía se podría imaginar el eco que tendrían estas réplicas cuando empezaron a gestar el proyecto ahora hace tres años. Y todavía más, uno de los primeros impulsos era hacer una obra juvenil. Me lo explica Roger Julià, actor, clown y músico que después de colaborar en el espacio sonoro de varios espectáculos de la compañía esta vez ha asumido la dirección. “El proyecto nace con la voluntad de hacer un thriller político para la gente adulta, pero también para poder abrirlo al público de 15 o 16 años que ya se empieza a hacer juicios éticos y de valor”.
Para Julià, “Saramago era un abuelo ácido, irónico y maravilloso” que nos advierte contra la mirada naif de una generación que ve la democracia como una solución salvadora. Pesimista o realista, aunque el autor presenta a los políticos con toda la ironía, la crítica que hace no recae en las personas sino en el sistema, que “está tan mal hecho que para que un político llegue allí arriba se ha tenido que alejar de la ciudadanía”, explica Julià. El resultado es que “la democracia no es esta fiesta ideal que nos han dicho que es, y tu voz y tu voto son unos aperos secundarios”. Y va mas allá: “Los mecanismos violentos que tiene la democracia son feroces para los ciudadanos. La máquina, la estructura democrática, no tiene freno y se lo come todo”. El director, que se ha documentado a fondo con expertos en la materia, aventura dos motivos: los “mecanismos muy oxidados” y la inmensa “deuda de favores” que existe y que conecta todos los implicados. Para él, y para Saramago, la única alternativa pasa por que el conjunto de la ciudadanía sea consciente del problema y repiense todo el sistema democrático.
Adaptar una obra tan compleja no es sencillo. Y mantener el estilo prosaico del autor, tampoco. En esto tiene mucho que ver el trabajo de Jumon Erra, el adaptador, que ha convertido las 386 páginas de la novela en una obra de 36. Julià ha trabajado con él para mantener a Saramago “en escritura y en opinión”. Por un lado, han mantenido “la frase larga, compleja, llena de imágenes, metáforas y con todo de simbolismos.” De la otra, la obra conserva también la mezcla de novela y ensayo: “Saramago te cuestiona lo que acabas de ver, y aquí estamos haciendo esto.” Los actores rompen por instantes la cuarta pared y “más allá de hacer varios personajes, pasan a ser la voz que dialoga con el público y también la voz de Saramago”.
A nivel escénico, el otro gran personaje es el diseño de luces de Sylvia Kuchinow (#onsonlesil·luminadores), basada en el claroscuro. “Esta obra se llama ‘ensayo sobre la luz’. Partiendo de esta base, las luces tienen que ayudar a revelar, esconder, insinuar, sugerir, sorprender… tienen que tener una acción dramática”, explica Julià. Tiene mérito que, cuando la presentaron por el Grec, se convirtieran en la compañía que más focos ha colocado nunca en el Espai Lliure -Al Akadèmia han hecho una versión algo más reducida-. Este hecho tiene también un motivo pragmático: “Somos una compañía humilde”, dice Julià. Así pues, a partir de un espacio vacío, lo que quiere hacer con la luz la mal llamada compañía ‘emergente’ – la media de edad ronda los 40 – es “arquitectura: de la ciudad, del exilio emocional, íntima, dramática… y creo que nos hemos salido”, comenta.
Con todo, Julià y la Danesa no tienen como primer objetivo hacer montajes bonitos. “El teatro tiene que tener obligatoriamente un fuerte compromiso con la vida, en el aspecto que sea. Tiene la función de hacernos repensar, reconocernos, sentirnos como colectividad o como individuo…” Y añade: “Mi experiencia como actor es ayudar a revelar algo humano en vivo. No es divertir ni entretener, es ligarme con la vida y que esto sea explícito”. En definitiva, que el silencio previo a los primeros aplausos sea como la ceguera de quien acaba de abrir los ojos y poco a poco recupera la vista con una nueva lucidez.