Da la sensación que Victoria es fruto de un encargo, o más bien dicho de una intención oculta: la de volver a repetir el éxito de aquella Barcelona de Pere Riera. El problema es que Pau Miró -hasta ahora más preocupado por historias y personajes contemporáneos- no es un autor que satisfaga a públicos de todo tipo. Hay que reconocer que en esta obra se le adivina un gran esfuerzo por encontrar escenas y atmósferas que convenzan a todo el mundo, pero el tono general de la pieza -y en especial, su dirección- resulta demasiado solemne y el ritmo no atrapa del mismo modo a todos los espectadores. La barbería acaba resultando demasiado aséptica y la frialdad del conjunto, sólo rota en las escenas claves del segundo acto, lo invade todo y se apodera incluso de algunas interpretaciones. Es cierto que la escenografía de Max Glaenzel es imponente, pero tampoco se entiende que el hiperrealismo de la barbería contraste tan ostensiblemente con el vacío absoluto de los otros escenarios de la obra.
Sea como fuere, Victoria es un montaje teatral que hay que ver por varios motivos. Porque es como un aventi de Marsé trasladado al escenario, porque reivindica (descaradamente y sin rubor) la memoria histórica, porque tiene momentos que se inscriben en la mejor tradición del género negro, porque intenta combinar historia y melodrama, porque tiene un envoltorio que la hace muy atractiva, etc. No será lo mejor que haya programado el TNC esta temporada, pero sí estamos seguros que ayudará a llenar muchas butacas.