Después de asistir al fantástico monólogo que abre Snorkel, el espectador puede tener la sensación de que se encuentra ante una pieza fuera de serie. Tanto el texto de Albert Boronat como la actitud irónica y cercana del actor Javier Beltrán encuentran un equilibrio perfecto entre un discurso intelectual y la confidencia distendida de un amigo gamberro. Es divertido, agudo y cautivador. Desgraciadamente, este excelente punto de partida no es más que la promesa de un nivel que la propuesta no volverá a alcanzar más que en momentos puntuales. A partir de entonces, la obra encadena una serie de soliloquios y narraciones más o menos afortunadas que, por acumulación, pueden resultar difíciles de digerir. Sobre papel, eso sí, el espectáculo está repleto de reflexiones interesantes, frases lapidarias y ocurrencias brillantes. Quizás le vendría bien oxigenarse con diálogos para rebajar un tono que, a veces, es innecesariamente elevado. La puesta en escena es sugerente y funciona, en general, a pesar de que su fuerte es su espíritu crítico y un excelso sentido del humor. Frases como “no hicimos la revolución porque no nos iba bien por las tardes” son la prueba de que, en aquellas partes donde el montaje es más sutil y huye de pedanterías, es cuando más llega la trascendencia de su mensaje.
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