Rigoletto es una de las piezas más clásicas y representadas del repertorio operístico. Sólo en el Liceu se ha visto 375 veces, convirtiéndose en la segunda obra más representada en la historia del teatro. La última versión fue en el 2005, un montaje igual de minimalista que el que ahora nos ocupa pero sin su grandeza visual y conceptual. Y es que Monique Wagemakers (directora de escena) y Micahel Levine (escenógrafo) parten de una gran tarima móvil y luminosa que va configurando los diferentes escenarios, sin prácticamente atrezzo pero con un vestuario rico, ambicioso y muy expresivo de la oscarizada Sandy Powell. Todo ello tiene un estilo que podría ser catalogado tanto de renacentista como de futurista. El diseño de iluminación de Reinier Tweebeeke, por cierto, también resulta fundamental para entender los giros de la obra hacia la oscuridad y las tinieblas de un argumento tremendista al máximo.
En el reparto que pude disfrutar, Àngel Òdena destacó como el bufón Rigoletto. Lo tenía difícil, sobre todo por las comparaciones con Carlos Álvarez, pero su debut en este rol se ha desarrollado con una gran seguridad y prestancia. Lo mismo se podría decir de la soprano María José Moreno, que a pesar de empezar un poco fría fue cobrando fuerza y se acabó ganando al público. El tenor italiano Antonino Siragusa, también debutante en el exigente papel del Duque de Mantua, cumplió bien… pero quizás no estuvo a la altura otros grandes Duques que se han escuchado al Liceu, con el recuerdo de Alfredo Kraus sobrevolando por encima de todo y de todos.