Macbeth aterriza de vez en cuando en nuestra cartelera, ya sea en su formato teatral (clásico o transgresor, como el de Moreno Bernardi) u operístico. Un texto tan inmenso da para muchas visiones, muchas lecturas y alguno que otro ejercicio narrativo o estilístico. La versión de Pau Carrió sorprende sobre todo por su imagen, absolutamente oscura, tenebrosa y siniestra. Una imagen que ya se ha dado en otras ocasiones (de hecho, se trata de una de las obras más oscuras de Shakespeare) pero que aquí se refuerza con la indumentaria militar y religiosa de Sílvia Delagneau, la iluminación impresionista de Raimon Rius o los impactantes elementos escenográficos de Sebastià Brosa. Una maquinaria técnica perfecta para una idea de dirección que se ha llevado a cabo hasta las últimas consecuencias. Pero, aparte del envoltorio, ¿nos llega el mensaje de la pieza? ¿Las interpretaciones están a la altura de un texto tan exigente?
Está claro que Carrió ha querido que este Macbeth tuviera también una lectura política y actual, y es que la ambición desmedida o la locura para conseguir el poder absoluto nos remiten enseguida a unos cuántos Macbeths que corren a día de hoy por este mundo. El grito de “paz y libertad” del final es toda una declaración de intenciones. Por otro lado, Ernest Villegas afronta el difícil rol protagonista –estaba pensado inicialmente para Julio Manrique- y la verdad es que se sale bastante airoso, igual que Laia Marull en el no menos complicado personaje de Lady Macbeth. Quizás es en los secundarios donde veo más descompensación y dónde surgen sorpresas inesperadas. Pienso que una vez más –y no es solo un problema de este montaje- la crispación o el griterío se han impuesto en algún caso por encima de los matices y los pequeños detalles. Errores solventables que, a pesar de todo, no enturbian un conjunto épico y muy interesante.