En general, el teatro alemán suele ser un material pesado y cerebral que no fácilmente se puede llevar a escena con el dinamismo y la fuerza necesarias para hacerlo atractivo al público. Esta nueva versión de Woyzeck, rompedora obra póstuma de Georg Büchner, ya presentada originalmente diciembre al segundo Parking de invierno, consigue hacer digerible un texto complicado, sin aligerarlo, y, además, adaptándolo para homenajear a su autor del que se acaba de celebrar el 200 aniversario de su nacimiento. Por este motivo, la pieza incluye también otros de sus escritos, cartas e, incluso, informes médicos de su padre donde explica casos tan estremecedores como el de una chica que intentó suicidarse tragándose alfileres. Con todo este material, el vigoroso montaje de Marc Rosich aprovecha el espacio de la Sala Beckett con inteligencia funcional, dotando la acción de una inmediatez y una proximidad emocional que juegan totalmente a favor de la propuesta. De forma clara y directa, afronta el proceso de deshumanización del soldado protagonista, encarnado por un inestable y maravillosamente frágil Carles Gilabert, donde sus miedos, su angustia y alienación causada por la presión de una sociedad industrial castradora parecen tener más actualidad que nunca. Rosich nos fuerza a acompañar al personaje en su trágico viaje de la locura al crimen con el empuje de quien corre con todas sus fuerzas intentando huir de uno mismo. Sin embargo, durante los primeros minutos cuesta un poco de entrar en la historia y, una vez dentro, igualmente nos suelta un par de veces. Suerte que tenemos de guía la figura del hijo de Woyzeck (Pep Garcia-Pascual) que, como recurso, es todo un hallazgo. En este sentido, el trabajo de todos los actores es, ciertamente, memorable, con mención especial de un antológico Santi Monreal.
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