Esta obra es como un golpe en el estómago, cruda y fuerte. Y así tiene que ser, porqué lo que explica, aquello que nos narra su protagonista, no es fácil ni sencillo, es una realidad cruda y más extendida de lo que se podría pensar.
Andrea (Clàudia Melo) se nos presenta en el escenario como una niña que va creciendo con el tiempo y durante su evolución personal va intentando encontrar su sitio. Durante su viaje se sentirá sola y que no es suficientemente buena para ser querida, así irá a parar a un círculo de malas acciones y malas compañías, que la llevarán a deshacerse de su esencia para encajar en las expectativas de todo aquello que la envuelve. Un camino doloroso y tortuoso después del cual, parece ser, avista un poco de luz que le aportará una nueva visión, un nuevo propósito.
Clàudia Melo nos desgarra el alma desde su primera aparición. Una niña muy simpática y feliz que se va oscureciendo con el paso de los minutos. La intérprete lo entrega todo al público, quedando exhausta, pero con la certeza que ha transmitido todo lo que Andrea tenia que expulsar de su cuerpo y mente. Increíble su trabajo y también el de Daniel Rived que, aunque anecdótico, se convierte en una pieza necesaria para toda la historia.
La puesta en escena es un gran acierto, aprovechando un cuadrado de luces, a modo de zona segura donde Andrea se siente libre de ser como es y de donde sale para pretender ser aquello que se espera. El montaje audiovisual que ayuda a la espectadora a encajar la narrativa en la cronología y los hábitos sociales está elaborado con muy buen ojo, dejando al público coger aire con algunas sonrisas parar prepararse para el siguiente asalto.
Desnudarse de una misma por la necesidad de encontrar un sitio, de ser querida y solo encontrar dolor y soledad. Arrancarte la vida a pedazos para ser considerada. Conseguir encontrar la valentía para seguir respirando. Todo esto se nos muestra en esta producción, y no es nada fácil.