Para hablar de la propia generación en un contexto dramático, con mirada crítica y profundidad, se tiene que tener una cierta lucidez. A veces, se hace por casualidad, de manera inconsciente o intuitiva; otros, se intenta sin llegar a abrir reflexión alguna o desde una posición instalada en la queja. Cuando se hace bien, sin embargo, como es el caso de Nosotros no nos mataremos cono pistolas, el resultado se experimenta como un pequeño milagro ante los ojos de los espectadores. Escrita y dirigida por Víctor Sánchez Rodríguez, la obra es más emocional que precisa, haciendo jugar a favor de la historia y los personajes la desmesura y el caos. Con un espíritu rompedor similar al de parte del teatro de Edward Albee pero, al mismo tiempo, tocando con los pies sobre el momento actual, el espectáculo transita diferentes atmósferas donde todos los trapos sucios estallarán en la cara de los protagonistas para, después, buscar una redención que nunca llega del todo. Tan pesimista como honesta, la pieza utiliza la idea del duelo como metáfora de los jóvenes que, desesperadamente perdidos en su frustración, no saben cómo canalizar su dolor y el sentimiento de fracaso. Sus excesos llevan al montaje a abarcar una duración demasiado larga que no aporta más que reiteraciones innecesarias. A pesar de esto, el conjunto consigue dejar una huella agridulce, interpela, cuestiona, retrata y protesta, sin buscar soluciones artificiales, culpables, conclusiones inertes ni entrar en juicios morales. Básicamente, pone con audacia el malestar encima de la mesa del comedor… lo que después hagamos con él, ya es cosa de cada cual.
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