Sobrevivir la realidad, gestionar el dolor y la pérdida, afrontar los remordimientos y las penas es difícil y cada persona lo hace como puede. En ocasiones, esconderse tras una imagen distante o separada de aquello que está pasando es suficiente para poder tirar hacia delante. Pero siempre se avista la verdad y en algún momento u otro se tiene que mirar a la cara.
Mort d’un comediant, de Guillem Clua es un viaje por la aceptación y el autorreconocimiento al mismo tiempo que es un homenaje al teatro. Adri empieza a trabajar cuidando a Llorenç, un actor que ahora está recluido en casa y que vive a través de las obras de teatro que conoce y recita a cada momento. El conocimiento de los dos personajes les traerá aprendizaje a los dos, se marcarán un antes y un después en sus vidas.
El texto es una delicia, el estilo directo y veraz de Clua, que siempre utiliza un lenguaje llano y cercano al público, navega en un repaso por la historia del teatro y sus grandes obras. De esta manera, el dramaturgo muestra su amor y pasión por este arte que llena la vida de todas aquellas personas que van a ver cualquier representación, pero también a aquellas que se pierden entre sus páginas cuando las leen o repasan a través de su publicación. Clua, además, tiene la habilidad de mostrar esta devoción sin perder en ningún momento la vida en el relato que se está explicando: la pérdida de la propia identidad bajo un velo de culpabilidad innecesario. La narración va atrapando a la espectadora, la cual se adentra en un habitáculo pequeño e intenso donde espera tranquilamente el desenlace disfrutando, sobre todo, del viaje. Una producción, por cierto, que se hace corta y no pierde nunca el interés del público.
Con una escenografía detallada y con detalles increíbles -quien tuviera esa biblioteca- el escenario se convierte en la plataforma donde Jordi Bosch despliega su talento en cada paso que hace o palabra que pronuncia. Es una maravilla como Bosch desaparece tras Llorenç, como muestra sutilmente las grietas que se van abriendo en el personaje y se va pasando capa a capa en una profundidad muy bien trabajada y transmitida. Es un espectáculo que no se puede explicar sin desvelar demasiadas cosas, se tiene que ver en directo y disfrutar de un dispendio de naturalidad y entrega por parte del intérprete. A su lado, Francesc Marginet Sensada, el cuidador, entre los cuales hay una química estupenda que trabaja a favor de la relación de los personajes y de la sensación de veracidad de toda la historia. Marginet trabaja mano a mano con Bosch para estructurar una narración potente y bonita. Y acompañándolos en un papel más corto, pero indispensable, está Mercè Pons que, como siempre, ofrece una interpretación magnífica y sublime.
Una maravilla de producción que captiva y emociona al público, que plantea temas y realidades enmascarades y profundiza en la necesidad de toda persona de enfrentarse al dolor para poder vivir en paz. Solo le falta una cosa, y es acabar el repaso teatral que tan enganchada tiene a la espectadora enamorada de este y que se queda a medias. Una lástima, pero en otra ocasión será.