Amèlia es una profesora de canto que ha accedido a hacerle una prueba a Ramón antes de decidir si le dará clases o no. Desgraciadamente, parece que él no tiene las cualidades para ser su alumno, pero conseguirá igualmente que le ayude a prepararse una canción para cantarla en un acto. Ser capaz de hablar y escuchar parece sencillo, per no lo es, sobre todo cuando entran en juego los sentimientos. Tener por segura una realidad, la cual ciertamente está bajo sospecha. Enfrentarse al dolor, compartirlo… Y no se puede desvelar nada más de la rama, porque la magia de esta obra procede en su gran mayoría del texto increíble que ha salido de la mano de Guillem Clua.
Texto directo sin florituras que se dirige directamente al público y abre compuertas cerradas sin que ni tan solo nos demos cuenta. Los dos personajes con su diálogo constante, con una evolución muy natural y con un ritmo preciso, van haciendo agujero en cada espectadora poco a poco, dejando aflorar pensamientos y sentimientos escondidos. La habilidad de Clua en su narrativa llega hasta el punto que, aún no habiendo intérprete encima del escenario que le de vida, el tercer personaje de la obra está totalmente presente desde el momento que sale en la conversación entre los otros dos. El público se entrega a esta historia dolorosa y tierna, que tiene muchos momentos divertidos de rifirrafe entre profesora y alumno mientras le atrapa y lo abraza con su emoción.
Emma Vilarasau y Dafnis Balduz, profesora y alumne, son un tándem potente encima del escenario. La química entre los dos intérpretes y sus personajes se nota desde el primer intercambio de pensamientos. Aunque el relato podría llevar a una cierta exaltación y dramatismo explosivo en muchos momentos de la obra, es en la contención de Vilarasau y Balduz donde se encuentra el gran acierto de la dirección de Josep Maria Mestres. Un ejemplo claro: aunque tenía a Vilarasau dándome la espalda se podía sentir, gracias a la atmosfera creada, que le caía una lágrima mientras Amèlia daba voz a sus sentimientos. De una manera sutil, pero muy potente, la conexión entre la historia y el público va creciendo en intensidad a medida que va avanzando el relato.
Se acaba la obra y la espectadora sigue secándose las lágrimas que no puede evitar que caigan por su cara. Es una liberación. Y todo lo que se ha vivido en estos casi 90 minutos se queda con ella bastante rato. Salir del teatro con el corazón encogido, pero al mismo tiempo agradecido por todo lo que se ha visto y sentido. Qué maravilla.