A pesar de que se ponga énfasis en otros aspectos más vistosos, esta Medea de Lluís Pasqual destaca por ser una versión hecha a partir de las obras de Eurípides y Séneca. Una versión que ha hecho el mismo Pasqual con la ayuda de Albert Conejero, y que ha servido para simplificar el texto, para eliminar definitivamente el Coro -uno de los elementos de las tragedias que pocos directores actuales se atreven a incorporar- y para dejar la historia en voz de sólo tres actores. En este sentido, desaparecen varios personajes y el texto del mensajero -uno de los más bellos del drama- se resume y se pone en boca de una de las víctimas. Cambios aparentemente banales pero que dan a la obra un carácter intimista muy acentuado. Finalmente, uno tiene la sensación de que, ya puestos, todo podría haber quedado en un monólogo. Y es que esta parece la intención de Pasqual, que da la sensación de haberlo apostado todo a favor de un solo personaje y una sola actriz, la Medea de Emma Vilarasau.
El trabajo de Vilarasau merece un punto y aparte. Se podrá catalogar de sobreactuado, de pasado de rosca, pero no hay duda que es un trabajo valiente, arriesgado y descarnado cómo hay pocos, y esto siempre es de agradecer en cualquier actor… al menos desde mi punto de vista. Se equivoque o no, sea o no lo mejor para el resultado final, bien es verdad que ver a un actor ya veterano que se lanza al vacío, que prueba terrenos inexplorados y que confía al cien por ciento en el director merece todo mi respeto. Ya desde el inicio, vemos que será una interpretación al límite. Esto, sin duda, es bueno para muchos fragmentos de la pieza, pero también en otras ocasiones echo de menos el carácter peligroso, sibilino y maquiavélico que presenta uno de los personajes más controvertidos de la historia del teatro. Un personaje que por un lado representa la libertad y el empoderamiento de la mujer en la Grecia clásica, pero que por el otro expone unos hechos que cuestan de entender y de aceptar. Un personaje que en un sentido metafórico funciona muy bien, pero que si se toma con literalidad no es menos monstruoso que muchos de los infanticidas que saltan a las portadas de los diarios de vez en cuando.
Respecto al espacio escénico (vacío y oscuro, pero iluminado por proyecciones) sólo podemos decir que resulta acertado y que da la majestuosidad que requiere la tragedia. Quizás choca con el carácter intimista que comentábamos antes, pero uno no puede dejar de conmoverse con los efectos de iluminación, de sonido y de agua que invaden el escenario. Unos recursos que Pasqual parece haber cogido prestados de montajes internacionales que han pasado con anterioridad por el Teatre Lliure, y es que viendo la función no dejaba de pensar en La força oculta que nos dejó pegados a la butaca ya hace un par de Grecs.