La mejor manera de evitar una revolución es apagarla antes de que comience. Bajo esta premisa, se inicia en Viena de 1814 un encuentro para repartirse Europa y los territorios que de ella dependían de todo el mundo entre los gobiernos de Austria, Inglaterra, Rusia y Prusia en la que debía ser la era post Napoleón. Lo que debía ser una reunión de alto nivel prevista para dos semanas se convierte en una fiesta de meses que da vueltas en círculo, muestra las vergüenzas de una ética inexistente, sacia los egos incansables de estrafalarios mandatarios y de la aristocracia del momento, y estrangula a la sociedad austríaca, inocente anfitriona. Pero Napoleón guarda una efímera sorpresa que rompe la dinámica y la pervierte, haciendo que todo el mundo se convierta en sospechoso. Y no es lo único. La naturaleza también tiene preparada una emboscada en forma de año sin verano que planea en el relato y que exagerará la brecha gigantesca que existe entre ricos y pobres, y la multiplicará infinitamente… La misma brecha radical que perduraría siglo y medio después en sociedades tan presumiblemente avanzadas como, por ejemplo, la inglesa. Y es que los políticos gobiernan por ello, para consolidar sociedades donde los más pobres levanten un país en el que los ricos puedan disfrutar de sus beneficios. Y hay que tenerlos bien apretados. Si no se hiciera así, sería la revolución, el caos, el desorden. ¿Qué otro remedio existe? Como manifestaría la propia Thatcher en escena, ¿hay alguna alternativa?
La Calórica vuelve con Le Congrès ne marche pas, una pieza sobre el Congreso de Viena y el fin del antiguo régimen. Un espejo en el que reflejar el colapso que está a punto de vivir nuestra propia sociedad. Se trata de un espectáculo atrevido como nunca, rompedor, ya desde el momento en que utiliza el francés como lengua base, y flirtea con el alemán, el ruso, el inglés y el castellano, siempre bajo el apoyo de unos puntuales subtítulos en catalán que demuestran la milimétrica precisión de la puesta en escena y de una voz en off más que acertada que te acompaña este revelador viaje y te sitúa oportunamente. La compañía, por su trayectoria, parece decidida a indagar en la esencia de mundo de hoy a partir de ejes como la democracia o el cambio climático, tomando como explicación sus orígenes, después de Els ocells, y De què parlem mentre no parlem de tota aquesta merda. Ahora le toca el turno a la sociedad neoliberal.
El texto de Joan Yago, bajo la dirección de Israel Solà, se convierte en desgarrador, satírico, ágil e incisivo. No busca la carcajada fácil, sino que conduce con traza al espectador, incluso a golpe de un desenfrenado vals, por caminos que bordean la ironía y la estupefacción a partes iguales, que transitan por situaciones torpezas insufribles, charcos de barro donde es fácil ver reflejadas imágenes actuales. Y acabas riendo, sí, de imágenes que hacen llorar. Los intérpretes están mayúsculos, y coreografían las escenas magistralmente. La dicción es fantástica (y es una muestra del trabajo que habrá habido detrás) y nadie queda por debajo o por encima del otro. La puesta en escena es propia de un cuadro neoclásico, versátil y sencilla, suficiente. El fastuoso vestuario fomenta la inmersión en el ambiente de la época.
La supuesta paz duradera que perseguía el opulento encuentro aristocrático se rompe con un giro de guión final que interpela a la audiencia y que remueve conciencias. Romper el orden natural de las cosas no está al alcance de cualquiera, y la provocación en forma de evidente invitación parece que debería encontrar respuesta entre los espectadores. Pero, claro, sólo es teatro, y la reflexión final, saliendo ya de la sala, va en busca de una alternativa que hoy en día parece que no está ni se le espera.
Un espectáculo inteligente, fascinante, un estudio histórico en forma de farsa que desenmascara la realidad.