El talento de Julio Manrique como director ya había quedado demostrado en montajes anteriores de tan alta calidad como La treva o El curiós incident del gos a mitjanit. En el caso de L’ànec salvatge, sin embargo, parece que estamos asistiendo a una cierta consagración de su estilo con una visión más madura, elevada y poética. Manrique, que es un excelente director de actores, ha conseguido también, en este caso, trasladar a la escena el difícil equilibrio de Ibsen entre un tratamiento netamente realista y el simbolismo de su contenido. Con hallazgos tan exquisitos como el pianista tocando bajo la nieve, su buen gusto otorga un carácter mágico al texto que, de igual forma, pertenece a un estilo de escritura muy calculado que necesita respirar para resultar auténticamente expresivo. Su sentido del ritmo, en este caso, también es muy acertado y orgánico, y eso permite a un reparto en estado de gracia lucirse con esta historia de atmósfera opresiva. La verosimilitud de sus interpretaciones resulta tan tierna como, en algunos momentos, aterradora. Consiguen emocionar y dejar sobre la mesa una reflexión pesimista sobre la corrupción, la soledad o la falta de pasión y voluntad de nuestra sociedad muy valiosa y llena de aristas. Se trata, en definitiva, de una propuesta de antihéroes con una tesis muy bien definida (aunque, a veces, demasiado obvia o insistente) que construye, para la ocasión, un marco incomparable, contundente, delicado y sugerente para hacer del conjunto un montaje del todo memorable.
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