La vigencia de las grandes tragedias griegas y, sobre todo, de sus personajes a pesar de la mirada actual es una circunstancia que nunca deja de sorprenderme. Si hablamos, más concretamente, de las protagonistas femeninas, la admiración resulta todavía más grande y me reconcilia con una parte importante de la historia del teatro. Retratada en el mundo clásico, principalmente, por Eurípides, Medea es una figura interesante, triste, intensa y sobrecogedora de la que ha sabido sacar un buen partido la dramaturga y directora Queralt Riera.
Es evidente que el mito de esta mujer asesina de sus hijos ha resultado notablemente inspirador para Riera. Con audacia, poética e inteligencia emocional, la autora consigue reflexionar sobre el amor romántico, la familia, la maternidad, la felicidad o la soledad desde el punto de vista de una Medea que se siente rota y mira hacia atrás. La propuesta juega con habilidad con diferentes episodios de la vida de la protagonista, mostrando su evolución desde los 8 a los 88 años, sin justificarla, más allá de querer profundizar en su gran drama y universo doloroso. Interpretada por dos espléndidas actrices (Rosa Cadafalch i Patrícia Mendoza), esta dualidad narrativa es un recurso que suma capas psicológicas al personaje y añade agilidad al espectáculo.
En definitiva, se trata de una pieza trascendente que sabe ser accesible sin renunciar a la complejidad sentimental que tiene entre las manos. Ni juzga ni disculpa a Medea, simplemente, la pone ante nuestros ojos como una persona que ha vivido una vida… que podría ser la nuestra. Seguramente, esto es lo más impactante de todo y la razón de ser de todo el montaje.