Abordar un texto clásico del naturalismo nunca es una tarea sencilla. Por un lado, puede existir la tentación de hacer una propuesta muy fiel al texto y el teatro de la época, con el riesgo de caer en un producto rancio, muerto o con olor a naftalina. El pecado contrario, sin embargo, también muy habitual, es el de pasarse de transgresor, destripando completamente el sentido del material original sin más ánimo que el de ser original, polémico o pretendidamente contemporáneo. Por suerte, la brillante dirección de Raimon Molins en esta versión de La señorita Julia de Strindberg consigue encontrar el difícil equilibrio entre el respeto y la innovación. Con un reparto en estado de gracia del que destaca una espléndida Patricia Mendoza, todos los juegos que propone con el sonido, las proyecciones y la escenografía funcionan de manera muy interesante, sorprendente y, a veces, hipnótica. El espectáculo aporta ideas de puesta en escena que profundizan en los temas del conflicto generando emociones muy diversas. Las clases sociales, el deseo, el amor o la lucha de sexos ganan nuevas capas interpretativas sin nunca desconectar del espíritu más íntimo de la pieza, añadiéndole actualidad y un fresco abanico de nuevas lecturas a la psicología de los personajes. Este genial equilibrio, tan medido como inteligente, queda patente, incluso, en el lenguaje o el vestuario, demostrando hasta qué punto el director tiene estudiada su visión. Se trata, en definitiva, de un ejemplo de tratamiento posmoderno a una historia icónica que sabe airearla para sacarle provecho, sin perder el norte ni caer en efectismos superficiales.
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