Hay historias y momentos que cambian el rumbo de la vida de una persona, a veces es a más de una que le provoca un estruendo que hace nunca nada volverá a ser igual. En ocasiones, estos hechos llegan en un período en que la sociedad tiene que hacer un paso adelante, plantar cara y decir en voz alta que ya es suficiente.
Esta ficción documental está creada a partir de las declaraciones de los cinco acusados y la denunciante en el juicio de “La Manada” sobre los hechos sucedidos en Pamplona la noche del 6 de julio de 2016. Con estas transcripciones, Jordi Casanovas elabora, como el orfebre experto que es, un relato difícil y complejo de construir con el cual va estructurando la noche de los hechos, la posterior denuncia, el juicio y la sentencia.
Un montaje crudo y duro orquestado magníficamente por Miguel del Arco absorbe a la espectadora. A pesar de la dificultad de asumir aquello que se muestra en el escenario, y con una advertencia de saberse conocedor del caso, el público se enfrenta a la obra con todos los miedos posibles por tener que revivir unos hechos que, aunque no son propios, se sienten como tales.
Del Arco hace un trabajo minucioso en la puesta en escena, la coreografía de los personajes y el reparto del movimiento en el espacio. Poco a poco, y sin que se dé cuenta, la espectadora va captando y sintiendo la intimidación de cada palabra, de cada tocamiento y de cada humillación que explica la víctima. Esta sutileza de las interacciones entre los acusados y también hacia la chica, por parte de ellos y de los abogados defensores, va creando un poso que se va enquistando en el estómago del público, provocando un ahogamiento metafórico que acerca aún más a la historia. Cuesta estar, pero es imprescindible y necesario no obviar nada.
El marco escénico es excelente, un cuadro sobrio y austero que transmite la crudeza del relato, que se ayuda de un diseño sonoro y de iluminación elegido al detalle para que cada elemento específicamente forme parte de un todo que eleva la producción.
Pero esta obra no se puede describir mínimamente sin hablar de la y de los intérpretes, empezando por Ángela Cervantes que está inmensa. El desgarro de su personaje persigue durante toda la narración y es Cervantes quien transmite cada ahogo y cada lágrima como si fueran propias. Pone voz de manera honesta y muy transparente a un dolor creciente, que va mucho más allá de las palabras. Es increíble como desaparece la actriz para dejar el foco en el testimonio.
Quim Àvila, Artur Busquets, Francesc Cuéllar, Carlos Cuevas y David Menéndez llevan a escena un trabajo minucioso, con unas interpretaciones auténticas y cercanas que, incluso, buscan la complicidad del público. Como acusados, abogados o jueces, cada cambio de rol comporta un giro de rosca a un trabajo agotador.
No hay duda que hay una entrega absoluta en las interpretaciones y se agracede infinitamente por parte de la espectadora.
Sobrevivir a esta agresión hizo que la víctima pudiera explicarlo, denunciarlo e intentar volver a vivir. Que el teatro sea el altavoz de aquellas que no pueden expresarse es un alivio.