Todo empieza con un encuentro de amigos y amigas, en plena juventud. Celebran un cumpleaños, pero sobre todo celebran la vida, el momento en el que se encuentran… y brindan por un futuro que será realmente formidable. Están en un momento de euforia, de felicidad plena. Uno de esos momentos que hace perder la perspectiva de las cosas porque se está en una fase de excitación y positividad absolutas. Pero está claro que el tiempo lo pone todo en su lugar y que la euforia cuesta mantenerla o vehicularla.
La obra de Lara Díez Quintanilla se inicia con este momento concreto para exponerlo enseguida a un cataclismo, a una especie de apocalipsis o de fin del mundo. Evidentemente, el contraste genera cambios profundos en todos los personajes, que de vez en cuando se irán reuniendo para ver cómo han cambiado… y como se han derrumbado todos sus sueños. Particularmente, creo que la idea es buena… a pesar de que me da la sensación que el montaje tiene un punto de ingenuidad y de inocencia que a ratos la infantiliza un poco. Esto no tiene porque ser malo, pero quizás no acaba de ligar con una puesta en escena estridente y para mí un poco distanciada del texto.
Viendo Euforia me venía a la cabeza otro montaje de Díez Quintanilla, La nostra parcel·la, vista pocos días antes de que cerraran los teatros en el 2020. Aquella también era una distopía que nos proponía una situación límite, realmente angustiosa. Una obra que partía de la sencillez –tanto conceptual como formal- para mostrarnos lo que la autora pretendía. Una sencillez que quizás le falta a Euforia, a pesar de que tenga elementos interesantes y apueste abiertamente por una idea valiente que exprime hasta las últimas consecuencias.