Este año que se conmemora el 30.º cumpleaños de la muerte de Samuel Beckett, probablemente por casualidad (o no), el debut como compañía teatral de Todo por el punk ha resultado ser el espectáculo más beckettiano que hemos visto en mucho de tiempo en nuestra cartelera (junto al ciclo de homenaje que, precisamente, acaba de iniciar la Sala Beckett). Se trata de una pequeña propuesta, muy cuidada, con una inquietante y onírica puesta en escena que ha dirigido con muy buen gusto y acierto Lía Pérez Cruz. Repleta de metáforas visuales (globos, palomitas, etc.), el montaje juega con los símbolos para explicarnos una dramática historia sobre el pasado, el amor, el fracaso y la crueldad del mundo del espectáculo.
Como decíamos, la pieza entronca con Beckett por su sentimentalismo trágico, existencial, las pinceladas de humor negro y, en general, su espíritu típico del teatro del absurdo. Pero también por los dos personajes protagonistas, dos payasos de circo, que bien pueden recordar a Vladimir y Estragon (Esperando Godot) o Hamm y Clov (Final de partida). En este caso, el trabajo interpretativo de los dos actores es magnífico, minucioso, y su química escénica funciona a la perfección. Pol Fernández encarna la idiosincrasia del clown como si lo hubiera hecho toda la vida, mientras que Pau Escobar, un joven actor en constante crecimiento, hace un exigente ejercicio corporal del que sale victorioso de forma notable.
Hay que dejar claro que se trata de una obra con una profundidad casi filosófica y, por lo tanto, exige la atención y la concentración del espectador en todo momento. Escrita por Iván Morales i Martí Gallén, originalmente para un montaje de 2012, contiene también algunas de las obsesiones del teatro de Morales, como la mezcla entre poesía, elementos trágicos, universo joven y reflexiones artísticas. En definitiva, una muy interesante apuesta, peculiar, a ratos divertida, a ratos extraña y a ratos emotiva, que da pie a la reflexión y una buena conversación para después de la función.