En los inicios de su carrera, Tennessee Williams trabajaba en una fábrica de zapatos durante el día mientras que las noches las dedicaba a la escritura. Eran los años de la Gran Depresión. Su familia se había trasladado a St. Louis donde la adaptación al entorno urbano fue muy difícil para él y para su hermana. Escrita en 1944, El zoo de cristal contiene, en cierto modo, muchos rasgos autobiográficos de lo que el dramaturgo vivió durante aquella época. La obra, que fue su primer éxito, implica, pues, una especie de exorcismo de sus fantasmas familiares vistos con una mirada tierna y llena de pureza. El autor de Un tranvía llamado deseo (1948 ) muestra ya en este texto sus principales obsesiones como la inestabilidad psicológica, el universo femenino, la vida del sur de los Estados Unidos o la fragilidad del alma humana. La puesta en escena de Josep Maria Pou es absolutamente acertada en la medida en que consigue transmitir todo lo que la historia nos cuenta más allá de las palabras. Se nota que el director conoce bien los secretos del teatro de Williams y, así, ha conseguido sacarle partido con elegancia y cierto minimalismo, pero también respetando su espíritu clásico. Míriam Iscla vuelve a demostrar su talento como actriz dramática que cada vez brilla con más fuerza, acompañada de un reparto que hace un trabajo impecable. Es cierto que, comparada con otras obras de Williams, esta no sería la más redonda y tiene un punto misericordioso que parece que la frene. Pero, en cualquier caso, estamos hablando de unos de los grandes autores del siglo XX y de una de sus piezas clave de la que Pou ha sabido cómo extraer momentos de gran belleza y auténtica magia escénica.
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