Una controversia servida desde distintos puntos de vista. Un texto que con el paso del tiempo ha ganado vigencia porque la situación la sentimos presente, porque la neurosis de la amenaza, los prejuicios, la paranoia y la sospecha conviven en una sociedad angustiada, y porque las redes esparcen los miedos y las hipótesis como certezas, como mancha de aceite, y es imposible.
Jordi, entrenador de natación de un grupo de niños pequeños que empiezan a nadar sin burbuja, calma la inquietud de un niño con un abrazo y un beso, y todo se desencadena. El gesto es interpretado por los testigos y por las familias, que se quejan a Anna, la directora de la piscina, que acaba por no saber en qué ni en quién creer. La bola crece sin cesar, las sospechas salen a la luz y la preocupación acaba por hacer que todo el grupo de niños deje la actividad.
El principi d’Arquímedes, escrita por Josep Maria Miró y estrenada en 2012 en la Sala Beckett bajo su misma dirección en el marco del Festival Grec, ha sido traducida a más de 20 idiomas y ha sido aplaudida internacionalmente. Ganó el Premio Born de Teatre 2011 y ha tenido también su versión cinematográfica de la mano de Ventura Pons, bajo el título El virus de la por (2015).
En esta ocasión, Leonardo V. Granados dirige la obra con una nueva mirada, que apela al espectador y genera debate. La habilidad para expresarse a través de una concatenación de escenas que parecen dar un paso atrás y dos adelante y la perspectiva cambiante potenciada por la estructura del teatro, con gradas a ambos lados, aportan un dinamismo mental interesante y sugerente. En estos cambios, los efectos sonoros juegan un papel fundamental. Parecen provenientes de un espacio misterioso, parecen surgidos incluso de las profundidades de la piscina donde ocurren los hechos. Sonidos hirientes, incluso incómodos por la audiencia en algún momento, al ritmo del movimiento en escena, que potencian la sensación de amenaza, de peligro.
La interpretación es brillante, ágil y dinámica, especialmente por parte de Marc Tarrida, que se gana el cariño por su locura y naturalidad. El monitor perfecto, diríamos muchos… y esto provoca una auténtica disonancia, un debate que engancha. Sandra Monclús, pausada y contenida pero puntual en el gesto y en la expresión, equilibra la energía de los compañeros de escena mostrando que detrás del cargo del personaje se esconde mucho más.
En esta versión, al final Jordi se queda, en mi opinión, demasiado huérfano. Los efectos que acompañaban a los momentos de tensión han desaparecido demasiado repentinamente, y la transición hacia el oscuro es pobre en comparación con la intensidad vivida. El momento merece que la herida golpee, y no que se le lleve el simple silencio. Pero la adaptación del joven director introduce elementos que quizás hacen necesaria esta frialdad, como la existencia de los protocolos estrictos o las miserias de la cancelación. Es el tempo de la ejecución pública, y hay poco más…
Como el texto expresa, antes la emoción y la ternura en el contacto humano eran posibles. Los tiempos han cambiado, la guardia es alta y se descubren las rendijas de esa permisividad social con casos que hacen estremecer. Todo favorece que se restrinjan las muestras de cariño por sospechosas. ¿Quién garantiza que esto no avoque a más trastornos aún, a más abusos? Qué mundo, qué paranoia…