El Mestre i Margarita, la novela de Mijaíl Bulgákov es una obra monumental, complicada de llevar al escenario por naturaleza propia, llena de voces, de escenarios y de registros que se superponen: la Moscú grotesca de los años treinta, el drama bíblico de Ponç Pilato, la aparición de un demonio de un demonio que lo trasto. Àlex Rigola ha asumido este reto y ha ofrecido un montaje que quiere transmitir el espíritu de la obra con una fuerza poética y teatral notable.
El director apuesta por una escenografía casi desnuda, en la que cada elemento tiene un valor simbólico y donde la luz y el sonido son los verdaderos aliados para construir atmósferas. Esta elección permite que la palabra y el cuerpo de los intérpretes estén en el centro. No hay ningún intento de reproducir literalmente Moscú o Jerusalén, sino sugerirlos y hacer que sea la imaginación del espectador quien complete los espacios. El montaje juega con el contraste entre el tono burlesco y carnavalesco de las escenas urbanas, exagerado en ocasiones, y la gravedad existencial de los pasajes bíblicos, de tono tenue ya menudo demasiado lento. Esta constante tensión aporta contraste a la obra, aunque también comporta ciertos riesgos de descompensación. Éste es quizás el elemento más débil del espectáculo. El entreacto separa dos piezas con caracteres demasiado dispares. El montaje tiene, pues, una primera parte más frenética y de alto ritmo, marcada por la sátira y la crítica social, y una segunda parte más seria y contemplativa, centrada en los dilemas existenciales. Esta diferencia puede sorprender al espectador, pero responde a la misma estructura de la obra de Bulgákov. Rigola no rehuye ese contraste, y más bien lo subraya, quizás con la voluntad de que el público viva un viaje que va del absurdo al trágico.
El reparto es amplio y ofrece momentos de gran intensidad. Francesc Garrido construye un Woland magnético, irónico e inquietante a la vez, un diablo que ejerce de maestro de ceremonias. Nao Albet encarna al Maestro con fragilidad y contención, transmitiendo el sufrimiento de un creador perseguido y su necesidad de refugio. Laia Manzanares brilla como Margarita, personaje que combina vulnerabilidad y valentía, y que se convierte en el corazón emocional de la historia. Los actores que forman el séquito de Woland aportan el punto grotesco y físico, con una energía desbordante que da vida a las escenas más locas.
La iluminación y la música juegan un papel esencial. Son los recursos que permiten saltar de un mundo a otro sin necesidad de grandes cambios escenográficos. Algunas escenas logran un poder hipnótico gracias a ese uso expresivo de la técnica, que siempre está al servicio del relato.
En algunos momentos el tempo se hace largo y la densidad filosófica puede resultar exigente, pero ésta es también la naturaleza de un texto que, como he comentado, es todo menos fácil. El maestro y Margarita es una obra que plantea preguntas sobre la libertad, el poder, la fe y la capacidad del arte para resistir a la opresión, y el montaje es fiel a esta complejidad.
El resultado es una experiencia teatral intensa, que fascina e incomoda a partes iguales. Rigola y su equipo han trasladado a Bulgákov a nuestro presente, con un trabajo actoral sólido y con una puesta en escena que confía en la inteligencia del público. Quizás no todo sea perfecto, pero la obra deja una huella clara y confirma que el teatro, cuando se atreve a dialogar con los grandes clásicos, puede abrir espacios de reflexión y emoción con una fuerza incuestionable.