Cualquier persona que haya leído el texto, visto alguno de los anteriores montajes o, incluso, la versión cinematográfica de François Ozon sabrá, a estas alturas, que El chico de la última fila es, probablemente, una de las mejores obras del teatro español contemporáneo. La fuerza de esta historia escrita por Juan Mayorga, sus diálogos y sus diferentes capas narrativas son tan espectacularmente magníficas que poca cosa necesita la puesta en escena más que hacer brillar sus virtudes. En este sentido, de la actual propuesta destacan, sobre todo, las interpretaciones de un Sergi López y una Míriam Iscla con gran química, una interesante evolución y mucha verdad escénica. Pero, en realidad, el verdadero reto actoral es el de Guillem Barbosa, un (necesariamente) joven intérprete en un papel muy complicado que capta y encarna a la perfección el espíritu de la historia. Quizás la dirección de Andrés Lima busca, en algunos momentos, un simbolismo y una atmósfera onírica que sirven de poco más que un ornamento innecesario. A pesar de esto, no molesta ni resta magnitud al fascinante laberinto narrativo que plantea Mayorga. Se trata, al final, de un relato que atrapa desde la primera escena y crece a medida que avanza, conectando al espectador con sus más oscuros instintos de voyeurismo. Una brillante reflexión sobre el difícil arte de explicar historias y el (pocas veces reconocido) enfermizo deseo de querer escucharlas.
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