En su primera obra, Mala sang (1997), el dramaturgo y director David Plana ya mostraba un acercamiento a la comedia algo más oscuro del que, normalmente, acostumbra a ser habitual para el gran público. Esta visión turbia del humor que se ha ido repitiendo a lo largo de su trayectoria, con propuestas como Petita mort (1999), Després ve la nit (2001) o Dia de partit (2008), sirve, en esta ocasión, para abordar la paternidad y las relaciones dentro del mundo de la familia. El espectáculo es un funcional ejercicio de narrativa contemporánea que, sin giros espectaculares, grandes diálogos ingeniosos o situaciones muy sorprendentes, consigue entretener y mantener el interés con dignidad. El problema, sin embargo, es que el espíritu dramático de la historia tiene un peso demasiado significativo y, al contrario que en algunos de los espectáculos antes mencionados, la amargura aquí impide a los gags fluir con la naturalidad que haría falta. Quizás se trata de un error de dirección, pero el caso es que la áspera (e interesante) atmósfera de aquello que se nos explica no casa del todo bien con el humor que acaba por parecer más un disfraz forzado que no el tono inherente de su esencia. También encontramos diferentes registros interpretativos entre el reparto. A pesar del buen trabajo por separado de, por ejemplo, Lluís Soler y Jaume Madaula, cada cual a su aire, parece que formen parte de montajes diferentes, cosa que perjudica el conjunto y produce esta falta de fluidez de la que hablábamos. En cualquier caso, el texto consigue aproximarse a temas complejos de una manera que pretende parecer fútil y, a pesar de que esta ligereza es sólo un truco formal parcialmente fallido, al menos contiene una profundidad válida de donde sacar un buen puñado de ideas para reflexionar.
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