A pesar de que, afortunadamente, las cosas están cambiando, todavía es habitual encontrarnos en la cartelera un abanico de ofertas muy polarizado entre las propuestas claramente cómicas y las contundentemente dramáticas o experimentales. No se trata de una cuestión de calidad sino, más bien, de una presunta pureza de los géneros o de la necesidad de definir los productos comercialmente ya desde su concepción. Distancia siete minutos tiene el gran mérito y la valentía de poner en primer término la historia que nos quieren contar. Se percibe, desde el primer momento, que tanto el conflicto como los personajes se han trabajado a fondo y desde dentro. De esta forma, a pesar de tener humor, no acaba de ser nunca del todo una comedia mientras que, por otro lado, todo el dolor que transmite no viene de una estructura previa, sino que nace de la naturaleza misma de lo que se nos explica. Así, tanto las risas como la emoción llegan en el momento preciso, como si fuera por accidente, de forma mágica e inesperada. La sobriedad con la que Diego Lorca y Pako Merino, autor, actores y directores de este montaje, exponen la psicología de un joven juez que se ve en la necesidad de volver a vivir un tiempo con su padre, así como la relación entre ellos que arrastra muchas conversaciones pendientes, es, sencillamente, magistral. Pocas veces se ven espectáculos con una precisión estilística, una mesura formal y un buen gusto por los detalles tan acertados. El relato de Titzina Teatro es espontáneo, único, moderno, realista y, sobre todo, rico en metáforas. Todo en la obra está integrado a la perfección, funciona y aporta significado. Es todo un gusto ver compañías que conocen el peso exacto de aquello que ponen en escena y, además, no sienten la necesidad de añadir ningún efectismo artificial.
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