Santiago Rusiñol planteó el texto de La alegría que ocurre, en 1897, como un signo de apertura, una necesidad propia del teatro modernista para expresar la lucha entre ideologías y el conflicto entre el individuo y la sociedad. La oposición entre conceptos tan dispares como tradición y progreso o idealismo y realidad está presente a lo largo de la prenda.
El espectáculo, la última propuesta de creación de Dagoll Dagom, fusiona música y texto en una coreografía ágil y bien trabada, y aprovecha el espíritu crítico del texto de Rusiñol para adaptarlo y conmover con una versión muy creativa, en la más pura tradición de la compañía, fruto del trabajo de Anna Rosa Cisquella, Marc Rosich, Andreu Gallén y Ariadna Peya.
La escena ocurre en un pueblo cualquiera, aburrido y sin aliento de vida, donde todo funciona de forma automática y gris, fruto de una servidumbre esclava. Un buen día, recibe la visita de un grupo de artistas de circo, y el enfrentamiento entre la frescura que llega y la aspereza que reina en la localidad está servida. Como puente entre ambos universos, el hijo del alcalde, que huye de un mal momento bajo el malvado paraguas del tirano de su padre y, conocedor de otros mundos, descubre en el artista principal la frescura, la ventana a la libertad ansiada. El amor, en definitiva. La excusa universal y el motor de todo cambio. El conflicto se dispara, hasta que el grupo de artistas se va del pueblo, y éste se resigna al tedio que lo hace aparentemente estable.
La interpretación es brillante, aunque existe un decalaje entre la madurez escénica de un grupo de jóvenes y prometedores actores que muestran sobre todo escuela y técnica, y la de una Àngels Gonyalons sublime, espectacular, capaz de llevar dos papeles absolutamente distantes a la vez sin desequilibrio y, en algún momento, tachando la apoteosis interpretativa. Añadiría, junto a la gran Gonyalons, una espectacular Mariona Castillo, a gran altura interpretativa y musical. Un gozo.
En las coreografías, uno debe especialmente para Pol Guimerà y Basem Nahnouh. Y, en general, por todo el elenco, que emociona a cada movimiento.
La escenografía es un cierto punto claustrofóbica por cerrada, dejando poco espacio a los cambios de escena, con un movimiento y una rotación en el piano excesiva y un uso de la guitarra en manos del actor, casi como arma que otorga poder, que acentúa la sensación de enfrentamiento entre bandas juveniles más que entre pueblos, culturas e ideologías.
En un momento determinado, Gonyalons canta “¿De qué sirve tener talento?”. La respuesta es evidente. Sirve para forrar en oro lo que se toca, y para dar la sensación de grandiosidad a cosas que quizás, bien mirado, no lo son tanto.