Hay ciertos vicios de espectador que son difíciles de quitar cuando vamos al teatro. El primero es no tener conciencia de que, cuando vemos un musical conocido, se trata, en realidad, de un montaje concreto y que cada director puede tomar decisiones muy diversas que, quizás, no se corresponden con nuestras expectativas. En segundo lugar, cuando existe una versión cinematográfica, como es el caso de Cabaret, esperar la puesta en escena de la película misma. En este sentido, los espectadores que no sean capaces de desprenderse de estas dos manías antes de entrar a ver esta propuesta dirigida por Jaime Azpilicueta, quizás quedarán decepcionados por no encontrarse aquello que esperan. Y es que, en realidad, la versión teatral de Cabaret tiene personajes diferentes, más canciones, más tramas secundarias y un contenido trágico mucho más presente que la hace muy interesante pero también más incómoda.
Sin embargo, más allá de las expectativas de cada uno, viendo el espectáculo se nota que estamos ante uno de los grandes musicales de referencia, tan icónico como relevante. El problema, finalmente, de este caso específico es que la mayor parte del reparto parece no tener la entrega suficiente para defender la historia y las canciones. Desgraciadamente, a pesar de un despliegue técnico bastante impresionante, las escenas dialogadas y muchos números musicales no tienen suficiente energía y esto evita que el público conecte como sería deseable. Por suerte, tener como maestro de ceremonias a un descomunal Ivan Labanda compensa todas las carencias de sus compañeros. Su vigor interpretativo, su potencia vocal, su carisma, la espontaneidad y la solidez con las que sostiene todo el conjunto consigue salvar la papeleta a un montaje que tenía todo el potencial para haber brillado con mucha más intensidad.