Sarah Kane es una de esas personalidades que, en cierto modo, parece que tenga más importancia por la influencia que ha tenido su obra en el teatro contemporáneo que no por su obra en sí. De hecho, oficialmente, nunca se había estrenado ninguna versión de este Blasted, un texto de 1995, en ninguna sala de nuestra ciudad hasta ahora. El teatro de Kane es visceral, violento, incómodo y radicalmente transgresor pero, al mismo tiempo, nada fácil de poner en escena. De todas las veces que hemos visto adaptar su célebre Psicosis de las 4:48, parece que hemos aprendido que sólo con el mínimo artificio, autenticidad y la vehemencia más desnuda y honesta se consigue transmitir el verdadero espíritu teatral de esta interesante dramaturga. El montaje que propone el Teatre Nacional se encuentra bastante lejos de esto, buscando una elegancia en la puesta en escena que contraste con el horror emocional de los hechos y los personajes. El contraste funciona hasta cierto punto y las interpretaciones de Pere Arquillué y Marta Ossó son, francamente, magníficas. El problema es que su mirada distante sobre el contenido nos aleja de la angustia, el asco y el terror existencial que tendría que llegar al espectador de manera mucho más impactante. Visualmente, el espectáculo encuentra la manera de aparentar ser una gran obra pero, precisamente, es aquí donde se pierde parte de la colisión sentimental que habría que experimentar. Las virtudes están pero el envoltorio, quizás por accidente, las aligera en vez de potenciarlas: alargando la duración y buscando una perfección formal que acaba resultando demasiado prefabricada. El teatro de Kane nace del rincón más oscuro de las entrañas del ser humano y necesita una inmediatez e imprevisibilidad que aquí no están presentes. Aún así, hay que aplaudir la valentía de llevar un proyecto de estas características a un teatro como éste y conseguir un resultado demasiado calculado pero, en general, bastante digno.
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