Ver André y Dorine como espectador es un placer de principio a fin. Es teatro de máscaras, teatro gestual… pero sobre todo es teatro de las emociones, gestionadas siempre con la técnica, el humor y la ternura necesarias para acabar otorgando al espectáculo una calidad y una factura impecables. Es curioso que algunas de las mejores aproximaciones al mundo de la vejez que he visto en los últimos años, además de la película Amor de Haneke, provengan del comic o del mundo de la animación. En este sentido, Arrugas o el principio de Up -clara inspiración para alguna escena de André y Dorine– contenían las mismas dosis de sensibilidad que la obra que ahora nos ocupa. Supongo que no utilizar actores reales, o bien esconderlos detrás de máscaras, hace que nos acerquemos al tema sin prejuicios ni corazas, a pecho descubierto y totalmente desprevenidos ante todo lo que nos espera.
El gran acierto de este montaje de la compañía vasca Kulunka Teatro es la manera como trabaja las emociones y los pequeños detalles. No hay escena que no esté trabajada ni exprimida en el máximo, ni ninguna parte de la dramaturgia que no esté ligada y conectada con todo el resto. Además, la dosificación del humor, incluso en los momentos más dramáticos, aporta un estilo que convence y nos pone justo al lado de estos personajes entrañables. Tampoco hay que olvidar que detrás de todo esto hay una técnica y un trabajo actoral de primer orden, capaz de hacer de este espectáculo un elemento de referencia dentro del teatro gestual más comprometido. Una delicia.