Volvemos a estar ante teatro documental o teatro basado en hechos reales… y sorprendentemente recientes. Al igual que en Jauría, tenemos partes de un juicio y algunas declaraciones que se recogieron en el sumario del caso, pero aquí hay mucha más dramatización. La autora se ha volcado en el contexto, en la presentación de los hechos, e incluso ha utilizado parte de la cultura y el folclore de Navarra para situar una gran metáfora que ayude a cerrar el círculo. Aun así, el círculo sigue abierto, puesto que los condenados siguen en prisión y la historia todavía no ha acabado del todo.
A pesar de que la obra toma partido a favor de los protagonistas, utiliza muy bien toda la información que tiene al alcance. Por lo tanto, podemos ver también la situación de los guardia civiles, de sus parejas, de las familias… Podemos entrar en su intimidad y ver cómo vivían las amenazas y las fuertes situaciones de tensión. Ahora bien, nada esconde la verdadera estrella del caso: el juicio que tuvo pendiente a media España en 2018 y que acabó con una dura sentencia y con la sombra del terrorismo planeando por encima de todo.
La dramaturgia está muy bien construida, y en todo momento tenemos la sensación de que la trama avanza y nos aporta información nueva a cada paso. Solo hacia la parte final aparecen algunas escenas excesivamente alargadas (la visita en la prisión, por ejemplo) y la situación se enquista por instantes. Esto no quita, sin embargo, que la dirección de María Goiricelaya sea muy acertada –especialmente en los momentos más oníricos- y que el reparto se presente muy cohesionado. Mención aparte merecen Egoitz Sánchez y Aitor Borobia en el difícil doble papel de acusados y acusadores.