Tosca es una de aquellas óperas que te puede gustar por motivos muy diversos: sus famosas arias («Recondita armonia«, «Vissi d’arte» y «E lucevan le stelle«), su coro emblemático («Te Deum«), su dramatismo exacerbado, etc. Pero para mí lo que la distingue de otras piezas del mismo estilo es su tenebrismo, su crueldad y su aire perverso y turbio. El segundo acto, con la larga escena de seducción entre el barón Scarpia y Florecía Tosca alternada con la tortura al pintor Cavaradossi, supone un ejemplo clarísimo. Y si a esto le sumamos un final de obra que parece más bien una broma macabra, ya tenemos una pieza única y teatralmente muy interesante.
La propuesta del director de escena y escenógrafo Paco Azorín opta por un espacio oscuro y un grandioso retablo que se va transformando según la escena. La verdad es que la oscuridad moral de la pieza queda muy patente durante toda la función, y el acto final destaca además por una belleza que pocas veces hemos visto en otras funciones de la pieza. También hay que destacar, evidentemente, el trabajo de todo el reparto, con un apartado especial por el carismático barítono Erwin Schrott. Su presencia, su técnica vocal y su trabajo actoral lo hicieron destacar por encima de una más que correcta soprano (Liudmyla Monastyrska) y de un tenor (Jonathan Tetelman) al que quizás le faltó la potencia vocal necesaria para redondear su rol.