Adaptar una novela famosa al teatro, y más si se trata de una novela de reflexión psicológica, siempre es un reto y hasta cierto punto un atrevimiento. Esta adaptación de la novela de Virginia Woolf no se escapa del peligro, sino que cae de cuatro patas en las trampas que a veces nos prepara la literatura dramática. En mi opinión, el lenguaje que se ha elegido en muchas partes, la poca definición de las historias secundarias y el abuso de escenas poco teatrales han hecho de esta adaptación un proyecto fallido… a pesar de que se salve por algunas buenas decisiones. La primera, escoger a una actriz todo terreno como es Blanca Portillo, que con su Clarisa se atreve incluso con registros poco habituales en ella. La segunda, construir un espacio escénico de gran belleza, a pesar de la sencillez formal y la poca adecuación (sobretodo, por las dimensiones del espacio) a un texto tan intimista. Y tercera, utilizar la música como elemento vertebrador y cohesionador.
En la primera parte de la obra tenemos muy claro que Mrs. Dalloway será el eje de todo el relato, pero las historias que planean alrededor de ella o bien dentro de su cabeza (recuerdos que nos hacen retroceder en el tiempo) acaparan excesivo protagonismo. Los flashbacks en teatro funcionan con dificultad, y finalmente la conclusión es que hay un exceso de idas y venidas, de confrontaciones entre pasado y presente. Pero, sea como sea, la última parte de la adaptación funciona mejor y nos deja un mejor sabor de boca. En este sentido, la interpelación directa al público, la parte de la cena o algunas decisiones por parte de la directora (Carme Portaceli) acaban salvando el conjunto… al menos en parte.