Hay recuerdos que quedan gravados en la mente por mucho tiempo que pase. Algunas experiencias, vividas especialmente en épocas vulnerables, parece que no puedan sobrevivir o dejarse atrás. En ciertos momentos, el dolor que se puede infligir parece inocuo y aquel que se sufre, a veces, es insoportable. Dos caras de la misma moneda que afectan, sin duda, más a una parte que a otra.
Roberto G. Alonso se aparta del último espectáculo que creó para presentar una propuesta totalmente diferente. A través de la danza, construye un relato que expone una de las lacras de la sociedad: el acoso escolar. Se narra el sufrimiento de un personaje, pero también se refleja la responsabilidad de los perpetradores/as del acoso y de las personas que colaboran, añadiéndose o no haciendo nada.
El inicio con una puesta en escena simple y llena de significado ya predice que la espectadora tendrá el corazón encogido el resto de la obra. La compañía está conformada por unos bailarines y bailarinas que construyen la narración con cada movimiento que llevan a cabo, en ocasiones suaves y delicados y en otras proyectando la ira o el dolor de sus interpretaciones. Son sus interacciones las que estructuran un relato lleno de angustia, dolor y soledad, que sacude al público y lo deja clavado en la butaca aguantando la respiración, deseando una tregua que lo saque de esta pesadilla. Y es precisamente esta interpelación, el sentimiento que provoca la pieza, lo más importante de esta. La necesidad de mostrar el horror de la realidad para ser consciente, para no apartar la mirar y hacer visible sus consecuencias.
El diseño de luces y el montaje escenográfico acaban de redondear una producción sensible y potente, que está hecha sobre todo para adolescentes, pero que es necesario que vea todo el público adulto para hacer un frente común ante las situaciones que se exponen y otras que, seguramente, aún están escondidas tras un silencio.