Banlieu es una palabra francesa que sirve para definir el extrarradio o la periferia de las grandes ciudades. Y si Àlex Ollé ha decidido actualizar el drama de Rodolfo y Mimí y llevarlo al siglo XXI estaba claro que tenía que cambiar la ubicación, porque Montmartre no es precisamente un barrio que puedan permitirse los artistas bohemios. El cambio de época, todo hay que decirlo, funciona bastante bien. Siempre hay el difícil encaje con lo que se dice y con partes del argumento -hoy en día no concebimos un enamoramiento instantáneo como el de la pareja protagonista- pero en general el resultado es plausible.
El primer acto y el último, con el enjambre de pisos al fondo, funcionan como tendría que ser. La escenografía de Alfons Flores, que no esconde la estructura ni el engaño visual, acaba siendo muy efectiva gracias al magnífico trabajo de iluminación de Urs Schönebaum. Pero, de todas formas, es el segundo acto el que llama más la atención, como ya es habitual en esta ópera. El mercado de Navidad (con sus manteros y sus tenderetes de mercadillo), la construcción del Café Momus, la banda de majorettes, el vendedor de globos con gorro de Papá Nöel, etc… Todo suma para generar el ambiente festivo y bullicioso que perseguía Puccini. Incluso la estructura horizontal y abarrotada del Café nos puede recordar las escenas corales de algunas películas de Blake Edwards… El resultado, efectivo y mágico. Sobre todo cuando suena el vals de Musetta y el teatro entero se transforma por la música del gran compositor italiano.
En el turno que me tocó, Giorgio Berrugui y Maria Teresa Leva asumieron los roles principales. Él fue ganando a medida que avanzaba la pieza, mientras que ella se mostró más segura en todo momento y destacó principalmente en los solos. Todos los amigos de Rodolfo tuvieron un resultado más que correcto, y Katerina Tretyakova fue la Musetta que todos esperábamos. El final del segundo acto fue de ella, como era de esperar.