Empieza una escena, aparentemente banal e intrascendente, pero al minuto vuelve a empezar. Y a los dos minutos la volvemos a ver, quizás con matices, con pequeños detalles que no habíamos captado… y así durante un buen rato. Adelante y atrás. Situaciones que avanzan con mucha lentitud, porque siempre tienen un mismo punto de partida y una base a la que cogerse, al igual que esta familia que espera el retorno de una hija y que por el medio se enquista en situaciones imperceptibles que lo cambian todo. Así es este texto de Caryl Churchill, una de las autoras británicas más importantes de la actualidad y también una de las grandes renovadoras del lenguaje teatral.
Enfrentarse a una obra de este tipo requiere cierta predisposición. No obviaremos que este es un teatro difícil, complejo, pero también hipnótico y alentador, sobre todo si te dejas llevar por la corriente de palabras y de ideas que brota continuamente, casi sin fin. Ideas que pueden resultar desesperantes, a veces desestabilizadoras, pero que provocan siempre un efecto en el espectador. ¿Y qué seria del teatro sin la provocación? ¿Dónde mejor que el escenario para jugar e investigar directamente con las mil y una oportunidades que nos da el lenguaje?
El montaje de Lucía del Greco ha surgido del Institut del Teatre, concretamente de una práctica de escenificación de tercer curso. Esta alumna de Dirección Escénica y Dramaturgia de la Escuela Superior de Arte Dramático (ESAD) brilla con un trabajo riguroso y metódico, y promete muchas alegrías en un futuro próximo. La entrega de todo el reparto -con unos siempre efectivos Vanessa Segura y Albert Pérez– nos libra un espectáculo que funciona con la precisión de un reloj y que convence, tanto a expertos en teatro de vanguardia como a profanos.