Desde ya hace unos cuántos años, el nombre de Sergi Pompermayer se ha asociado a la ficción televisiva (Porca Miseria, La Riera) y especialmente a la comedia de situación (Plats Bruts, Jet Lag, Lo Cartanyà, La Sagrada Familia, etc.) No hay que olvidar, sin embargo, que su irrupción en el mundo del teatro empieza en 1997 con Zowie, que obtiene un gran reconocimiento. Después vendrían Refugiats, New Order, Sacrifici o Blues, entre otras muchas. Incluso lo hemos visto últimamente como director de algunas piezas de proximidad a la Sala Fènix.
Con todo este repaso encima de la mesa, quizás podríamos decir que Amèrica es uno de sus proyectos más ambiciosos y exitosos. Es una obra con las costuras de grandes piezas como Justicia, de Guilem Clua, con la que comparte un retrato immisericorde de la alta sociedad catalana. La obra de Pompermayer destaca, además, por poner en primer plano un tema del que solo se habla muy de tarde en tarde, cuando algún noticiero comenta que se ha retirado alguna estatua o el nombre de alguna calle que recordaba a aquellos indianos que hicieron las Américas… y que participaron activamente como esclavistas. Noticias aisladas que nunca han planteado un debate de fondo ni una mirada revisionista, a pesar de que muchas de las fortunas actuales se asienten encima de unos cimientos tan poco ejemplares.
Amèrica empieza con un prólogo que nos sitúa el día del atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, y no es casual… puesto que da pie a una máxima que el protagonista utiliza como base de su vida: “ante una desgracia hay los que se desesperan y los que ven una oportunidad”. El heredero de los Xifré-Vidal construirá un imperio basado en las desgracias de los otros, y seguirá así una tradición que viene de lejos y que, seguramente, ya forma parte de su genética. Todo estallará por los aires cuando, veinte años más tarde, una chica llamada Kayla ponga los pies en la finca de la familia catalana y descubra el secreto mejor guardado.
La dirección de Julio Manrique enriquece el texto de Pompermayer y lo dota de una energía que hace convivir dos mundos en uno, dos épocas tan lejanas y a la vez tan conectadas. El humor que impregna la pieza también es uno de los grandes aciertos, con momentos impagables a base de una Mireia Aixalà realmente espléndida. Lo mismo se puede decir de un Joan Carreras que siempre acierta, e incluso del resto del reparto: Marc Bosch, Carme Fortuny, Aida Llop y una auténtica revelación, Tamara Ndong.
A pesar del acierto de tratar un tema como este o del trabajo de dirección, me da la sensación que el montaje hubiera requerido otro tipo de espacio. Las proyecciones no lucen como lo harían en otro teatro mejor equipado, y todo el trabajo sonoro –cuidadoso y realmente espléndido- no acaba de tener la presencia adecuada… Pequeños detalles para un espectáculo que apenas acaba de empezar, y que a buen seguro irá mejorando con el tiempo.