Boira

Ahora hace unos diez años, Lluïsa Cunillé escribió Boira como un retrato de lo que había sucedido en las sociedades de los países del este 25 años después de la caída del muro. Una especie de metáfora de las sociedades europeas, en aquel momento totalmente vencidas por un capitalismo global y empapadas de una decadencia y de una desidia que llevaba a una irremediable desesperanza. Podríamos decir que en gran parte el discurso todavía funciona, pero en los últimos diez años han pasado muchas cosas y ahora mismo el futuro es tan incierto y la realidad tan crítica que lo que vemos arriba del escenario no nos acaba de llevar a ninguna parte… ni nos representa. Europa todavía está dormida, pero esta vez la pesadilla está más presente que nunca… y esto no lo acabo de ver en Boira. Se nota que es una obra hecha para otro momento; un momento que ya ha pasado a la historia.

La narrativa de Boira es clarísimamente heredera del estilo Cunillé, con unos falsos diálogos que acaban convirtiéndose en monólogos interrumpidos, un tempo que se toma todo el tiempo necesario, unas historias individuales que se van solapando hasta formato un todo, etc. Un estilo que bebe de Pinter y de tantos otros autores europeos que han seguido su estela. Creo personalmente que como texto tiene su valor, y también su interés visto de de la perspectiva temporal antes mencionada. Ahora bien, creo que la dirección acaba siendo excesivamente ensimismada, cosa que creo que se contagia al trabajo interpretativo. Un trabajo del que destacan Albert Pérez i Quim Ávila.

Un montaje excesivamente nebuloso que quizás habría funcionado mejor en el 2015… pero que ahora resulta insuficiente. De todas formas, escuchar las palabras de Cunillé siempre es un punto a favor que bien vale el precio de la entrada.

Hay personas rotas, por la situación familiar, porque la vida los ha llevado a un camino que no esperaban o porque su alrededor explotó en un momento y nunca se volvió a recuperar. Algunas intentan cambiar el rumbo, otras simplemente se dejan llevar por la corriente y sobreviven el día a día sin ninguna esperanza.

El texto de Lluïsa Cunillé nos lleva hasta una ciudad de Europa del Este, en un apartamento donde llega una mujer a la que le han cancelado el vuelo. El taxista que la ha cogido la lleva a su cada dónde acogen huéspedes que pagan un dinero que les ayuda a tirar hacia delante. Cuando esta mujer llega al apartamento se encuentra a la mujer del taxista que le explicará su historia, luego será el hombre quién le explicará la suya… y algún personaje más también lo hará.

La obra tiene una premisa atractiva, la entrada en el universo de unas personas que tenían una visión de su futuro, pero que se vio trucando por sucesos exteriores o inevitables que les hicieron desviarse y llegar a donde están hoy. Todo esto, envuelto de una situación social y política difícil, crea un marco interesante para la espectadora. Pero aquí se queda, desgraciadamente, su atracción. El texto es denso y poco dinámico, especialmente los primeros minutos. Es la llegada del hijo de los propietarios del piso la que le da ritmo a la narrativa y pone en marcha otra vez el interés del público, rehaciendo una conexión que se había hecho tediosa.

El reparto funciona, más o menos, como el relato, empieza creando unas expectativas que van disminuyendo a medida que avanza la trama. La dirección de personajes es poco fluida y, eso, va ralentizando la acción y la atención del público. Los puntos de luz los protagonizan Quim Àvila y Albert Pérez, que consiguen atrapar al público con sus intervenciones.

Es una producción que no profundiza en algunas de las partes más interesantes de la trama y, por lo tanto, deja al aire cosas que podrían haber mejorado el texto, y que destina demasiado tiempo a momentos estáticos de monólogos de algunos personajes que al final con sus soliloquios no aportan mucho a la historia.