Lo mejor que le ha pasado al teatro de Samuel Beckett en las últimas décadas es la desacralización. Aquel mundo aparentemente absurdo, sin solución de continuidad, aparentemente abstracto, que imaginó después de la Segunda Guerra Mundial con obras y novelas tan emblemáticas como Esperando Godot, Molloy, Malone muere, Días felices o Final de partida, se ha ido acercando cada vez más al mundo real, tangible, que palpamos todos los días. Ya lo decía Shelley, que los poetas son «los legisladores no reconocidos del mundo». Y Beckett, wittgensteniano, hizo que sus personajes hablaran callando.
Porque, ¿qué se cuentan Hamm y Clov en Final de partida, este hombre mayor ciego y su sirviente foteta? Pues todo y nada. Y, sin embargo, sus palabras tienen una trascendencia brutal. Porque, ¿pasamos por la ferretería a comprar una soga antes de acostarse? En absoluto. Beckett también quiere que ríamos. “Tenemos que arrancar tantas carcajadas como sea posible con esta cosa atroz”, dijo el dramaturgo a sus Clov y Hamm alemanes mientras ensayaba, él mismo, una versión de Final de partida en Berlín.
Si hemos tardado décadas en entender que Chéjov calificara de “comedia” una obra como Las tres hermanas, con Beckett no tenía que pasar nada diferente. A veces, nos empeñamos en ver los textos literarios de forma diferente a cómo les concibió el genio que los escribió, limitados como somos. Por tanto, que actores con un tirón especial hacia la comedia se enfrenten a Beckett ya es una buena noticia. Hace un montón de años vi a Lee Evans y Michael Gambon haciendo Endgame en Londres y quizá allí entendí muchas cosas.
Beckett escribió Final de partida (1957) cinco años después de Esperando Godot. En medio, experimentó con el silencio con los Actos sin palabras. La obra que veremos en el Romea representa otra espera, la de un hombre que espera la muerte y la de otro que sólo espera que éste se muera de una vez. En las primeras réplicas, sus personajes ya nos dejan claro que no va a pasar nada. Sólo la aparición de Nell y Nagg de los cubos de la basura modificará un poco la acción, aunque Clov y Hamm no les hacen ni caso. Hablan y hablan sin cesar y sin decir nada, en un combate dialéctico parecido al de Vladímir y Estragón. Estos dos, por lo menos, tenían un tema: Godot. Clov y Hamm no tienen ninguna; hablan por matar el tiempo.
Al principio de la obra, Hamm pide a Clov que vaya a buscarle una sábana. Él no se mueve, y Hamm insiste, apuntándole que no le dará nada más para comer. «Entonces nos moriremos», afirma el criado. Y el ciego le deja claro que le ofrecerá la cantidad justa para que esto no ocurra. “Entonces no vamos a morir”, le responde Clov. Y se va a buscar la sábana. Al cabo de una pausa manifiestan el desprecio que sienten uno por otro. «Por qué no me matas», le pide Hamm. «No sé la combinación de la despensa», contesta Clov. Y así hasta que oscurece.
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